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Archivos : Cuento
Vol. 2, No. 1, Primavera 2010 : Vol. 2, No. 2, Invierno 2010-11
Vol. 1, No. 1, Primavera 2009 : Vol. 1, No. 2, Otoño 2009

Arturo Arias

Carreras de carros

De niño aprendí a gobernar el mundo. Sabía de futbol porque mi papá era fanático y fue él quien me enseñó a ir por el Brasil, pues también es Latinoamérica aunque los taxistas brasileños le digan, ¿usted es brasileño o latinoamericano? Ahora vamos por el Brasil, me dijo mi papá cuando el mundial de Suecia y yo le pregunté por qué.

Oscar Barrientos

Esgrima

Creo haber omitido —por un imperdonable descuido— un detalle importante en torno a Puerto Peregrino. En la temporada de verano las calles se atestan de turistas con camisas floreadas y cámaras fotográficas al cuello. Son más de dos meses muy calurosos donde la ciudad se ve virtualmente invadida.

Rafael Camarasa Bravo

Cosas de niños

La mujer se maquilla en el servicio, mientras su hijo de doce años la observa. Faltan veinte minutos para las tres de la tarde, y sus movimientos son apresurados.

—¡Defiéndete tú, cariño!— le dice al muchacho, que se ha quejado de que Iván, un vecino un par de años mayor que él y que va a su mismo colegio, lleva más de dos semanas haciéndole la vida imposible. —Yo no puedo estar siempre defendiéndote.

Daniel Carrillo

Legítima defensa

Borracho, dijo que me amaba y me besó. La calle estaba desierta y él se puso cargante. Me tironeó y me llevó a la rastra hasta una plazoleta en penumbras. Se bajó los pantalones y trató de hacer lo mismo conmigo, pero me resistí. Forcejeamos, mi cartera cayó y todas mis cosas saltaron al suelo. Mi espejo de mano se hizo añicos y sentí como si mi rostro se desgarrara también entre los vidrios.


Extraños en la noche

Es de noche. El repicar feroz del teléfono interrumpe tu sueño. Voz de mujer. Dice que quieren hacerle daño, que se acercan, que ya la atrapan.

– ¿Quiénes? –preguntas con la voz pastosa.
– ¿Quién eres? –te corriges de inmediato, antes de oír respuesta alguna, medio dormido aún, aunque también cada vez más nervioso.

 

Plaza de la República

Llevaba diez años sin verla y de repente la encontré en Facebook.

Estábamos viviendo en la misma ciudad, a pocas cuadras, aunque nunca nos habíamos topado.

Juntémonos en el centro, me escribió ella, y yo le respondí que en la plaza a las doce.

 

Último retorno

El amanecer de ese día fue brusco. Botas pesadas cruzaron rápido por el habitualmente mudo corazón del bosque, como escribiera el poeta, sobresaltando a los chucaos, que nerviosos volaron de un lado a otro, entre cantos que presagiaban una dolorosa tempestad.

A pesar del bullicio matutino, él apenas pudo despegar sus ojos legañosos.

Mario Contreras Vega

El hombre que olvidaba su oficio

MARDONIO ROJAS, más conocido como “Mayo” Rojas, fue, durante muchos más años de los que alguien hubiese esperado de quien provenía de una familia de no muy limpios antecedentes, todo un caballero. Ello, a pesar de no haber pertenecido a la clase de los terratenientes que asolaron el país, –dicen- (hijos de la rancia nobleza de nuestros hijodalgos, llegados al país en calidad de galeotes, como se sabe), del mismo modo como lo asuelan sus descendientes. [...]

Gabriela Falconí

El vuelo de las mariposas

A Rodolfo Garzón los ojos se le hacen agüita cuando mira la cara de Camila, y aunque empuña los párpados para no llorar, las lágrimas se le escurren por los rabillos. Ya le es familiar el cuarto con olor a pino concentrado, pero aún le molestan las paredes vacías sobre las cuales no lo dejaron colgar sus mariposas. Le encantan las mariposas. Con Camila salía al parque todas las tardes a verlas revolotear entre el pasto y las flores dispersas, y, cuando alguna alzaba el vuelo, ambos la perseguían gritando por turnos los colores de sus alas.

Andrés González Sánchez

Laberinto del azar

Soy francés y es mi oportunidad de demostrarlo. He visto caer el águila prusiana sobre el gallo galo, he sufrido el bloqueo, el bombardeo y la guerra junto al pueblo de París, he estado obligado a comer ratas, igual que mis vecinos, igual que mis hermanos. Ahora ha llegado mi gran momento. Tengo 24 años. Soy un atleta de la guerra. Un soldado. Y por encima de todo, un patriota.

Luis Alberto Mancilla

La mala costumbre de leer (y otro cuento)

El equilibrista Ceferino Díaz cumplió su promesa pero no vivió para contarla. La noche del martes en Boite y Salón de Baile “El Galpón” mientras celebraba su cumpleaños le prometió a un grupo de amigos del Gran Circo Frankfurt, donde trabajaba caminando por la cuerda floja, que al amanecer haría la hazaña más arriesgada: “Nunca antes vista en parte alguna del país, del continente ni en todo el mundo conocido”; dijo entusiasmado por su borrachera.

Tres cuentos

Deseando cooperar con el desarrollo del turismo insular Eudulio Vera, jubilado de correos y telégrafos, creó el Museo de Curiosidades y Artilugios Antiguos. En una estantería de tablas rusticas exhibió el yelmo de Martín Ruiz de Gamboa que había descubierto estas islas, la sotana del cura Mascardi que evangelizó a los indios chonos en las islas Guaitekas...

Alejandro Neyra

Cuna de lobos

Dejé de hacer mi crucigrama y volví la mirada a la pantalla. Me sorprendió la seguridad del escuincle, porque lo suyo nunca fue una pregunta sino una afirmación clarísima. Le dije que cuál, que no tenía mis anteojos puestos y yo no veo bien de lejos. Le pregunté qué era lo que estaba viendo a esa hora de la tarde que en mis tiempos llamábamos “matiné” para el cine y las luchas, supongo que porque es una palabra medio francesa que sonaba bien.

Magnolia Pérez Garrido

Sardinas para mi tía Mirla

Ella lo único que quiere es comer un par de sardinas con cebollas y arroz blanco. Eso me contó mi madre cuando vino de su último viaje. A mí me extrañó un poco que mi tía no quisiera un pomo de perfume, un creyón de labios orquídea, o inclusive un corte de tela estampada con flores exóticas para forrar sus muebles gastados por el uso y el tiempo. Yo no sabía que a mi tía Mirla le gustaran las sardinas encebolladas, pero de cualquier modo cómo lo iría a saber si hace tanto tiempo que vivimos separados de toda la familia.

Tatiana Ripoll Páez

La espera

—¡Ah! ¿qué hago aquí? todavía  sentada en este maldito lugar, todo me pesa, voy a levantar los brazos, eso me va a ayudar. ¿Alguien dijo la hora? ¿Por qué no lo oí? Ese maldito ruido de la calle que nunca termina, si parara por un minuto. Por favor… sólo por un minuto….

Joseph Robertson

Lydia, o Destellos en la niebla

Sotto voce, el constante empuje del río que albergaba todos sus secretos le explicó cómo fue. Ya no era la misma. Pasaron años durante esos días, y ahora una ruptura en el inmenso calor dejó que se vieran de otra forma los hechos. Había perdido el hilo hace tiempo, y ahora vio, de repente, que eso tenía importancia. El no ser consciente del peligro le había hecho salir a buscarlo. Fue ella que deshizo su paraíso, ladrillo por ladrillo, quitando tapices y murmullos sin remordimiento. Fue ella que inventó y deshizo el mundo.

José Teiguel

El regreso (y otro cuento)

Por un lado lo atosigaba la constante curiosidad que sentía por conocer  los diferentes rostros  del sacrificio personal,  que pueden  conducir a los dominios de  Dios, directamente, sin tener que pasar por las engorrosas manos de las sucursales de la fe, las que en su afán por  tramitar con detallado celo la salvación eterna,  definen  y terminan  por marcar impositivamente los camino que debe seguir la religión.

Cristián Vila Riquelme

La habitación abierta

Un plan que se había presentado de pronto, como una revelación o como un desafío (aunque, como todos sabemos, una revelación es siempre un desafío), y que de súbito pintaba al exilio como algo lleno de sentido y, más que nada, con un contenido irrebatible y multiplicador.

Carolina Yancovic

Kreeh háaten (La luna está furiosa)

No puedo explicar el medio de nuestro transporte, pero sí que llegamos a la estancia mientras dormíamos. A la noche siguiente, se dispuso que comenzáramos la cacería de inmediato. Unos caballos estarían a nuestro servicio. No se nos entregaron armas.

 

Haiku

Luego de escuchar su voz bailar entre sílaba y sílaba, tomó sus cosas y salió de la habitación. Bajó la escalera caracol sin decir absolutamente nada. Llevaba el corazón pesado y los parpados entreabiertos. Empujó las grandes puertas de madera y subió el cierre de la chaqueta de cuero café que había comprado en casa. El aire estaba tibio y una suave brisa movía las pequeñas luciérnagas que alegraban los arbustos. Había un largo camino frente a sí.

 

Plumas

Sentado allí balanceándose entre la brisa cálida y la luz del sol que le acariciaba las mejillas infantiles, vio algo sobre el césped. Lo observó algunos minutos desde el columpio y luego se acercó para saber qué era lo que descansaba con tanta tranquilidad frente a él. Plumas grises cubrían el cuerpo inerte del ave. Se arrodilló y observó con cuidado.

 

Domingo Franulic

Mientras arreglaba su uniforme de primera comunión, recordaba las indicaciones que su hermano le había dado para la ceremonia. Sentados uno al lado del otro, habían ensayado innumerables veces la técnica para sacarse los guantes, de las manos dentro del bolsillo, sin que nadie se percatara. Aunque era un movimiento estratégico muy difícil, la mayoría de sus ensayos habían sido exitosos hasta ese instante. La ceremonia sería a las diez de la mañana como cada domingo. Entrarían a la iglesia vistiendo pantalones cortos, calcetines hasta las rodillas y una camisa blanca. Una pequeña biblia y un rosario les colgaría de la mano izquierda.

Jesús Zomeño

El queso

Le había llegado un queso enorme. Envío de su hermana, que consolaba con el regalo la memoria de la muerte de su esposo en Verdún. Un paquete sobrio y sin afecciones, con una doble capa de papel oscuro y un trenzado de cuerda de pita conteniendo el embalaje, ni siquiera hilo de algodón.

 

Vitam damus
(22 de diciembre 1918)

Arthur Dennis Harding durante cinco años almorzó un sándwich sentado cada día en el mismo escalón de la Catedral de San Pablo.

Durante cinco años estuvo ahuyentando a las palomas porque siempre tenía hambre.

Arthur Dennis Harding vestía un traje de franela gris y le pasaba la mano por encima cada noche para plancharlo. Sus cuidados estiraban las arrugas y marcaban la línea de sus pantalones, según él imaginaba.

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