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Oscar Barrientos Bradasic
Vol. 1, No. 1, Primavera 2009 : Cuento

ESGRIMA

"…a lo menos entended de una vez que Dios me atribula…ha cerrado
por todas partes la senda por la cual ando; y no hallo por dónde salir,
pues ha cubierto de tinieblas el camino que llevo… Arruinóme del todo,
y perezco, y como un árbol arrancado de raíz me ha privado de toda
mi esperanza…¡Oh, quién me diera que las palabras que voy a proferir
se conservasen escritas!... Porque yo sé que vive mi redentor, y él, al fin,
se erguirá sobre la tierra…"
Del Libro de Job, Cap. XIX.

Creo haber omitido —por un imperdonable descuido— un detalle importante en torno a Puerto Peregrino. En la temporada de verano las calles se atestan de turistas con camisas floreadas y cámaras fotográficas al cuello. Son más de dos meses muy calurosos donde la ciudad se ve virtualmente invadida.

Pero de cuando en vez, aparecen también personajes de viejas novelas o seres que exhiben su inmortalidad en la atmósfera pasiva de sus cafés.

Fue justamente en el café Princesa, local tradicional y punto de encuentro de una amplia gama de contertulios donde me sorprendí aquella tarde bebiendo unas cervezas con dos queridos amigos que vacacionaban en Puerto Peregrino: Georges Méliès y Milan Kundera.

Georges Méliès se veía serio y circunspecto como en sus mejores grabados, la expresión de sus labios finos tras la barba de candado le otorgaban cierta fisonomía propia de un filósofo. Por su parte, Kundera se veía suelto de cuerpo, gigantesco y con su pelo canoso de emperador romano algo desordenado, bebiéndose unas inmensas garzas de cerveza que más bien parecían floreros.

Primero hablamos sobre mujeres infieles y luego, Méliès reparó en un clarinete que yo llevaba celosamente guardado en su estuche. Le dije que me lo había regalado un amigo que conocí hace tiempo atrás.

-¿Qué escribe? - me preguntó Kundera cordialmente.

Me parecía una falta de respeto hablar de mis precarios relatos delante de un cineasta tan connotado y de un escritor de esa envergadura. Pero la cerveza pasaba por nuestras gargantas ahuyentando el soporífero ambiente y me sentí desinhibido.

-Escribo un cuento que se llama "Esgrima"- contesté- En homenaje a un cineasta que a usted, Méliès, le hubiese simpatizado mucho.
- ¿Era el dueño del clarinete?- preguntó Georges.
-¿Cómo lo sabe?
-Sus cuentos son bastante esquemáticos.- acotó el francés- Pero vamos, muestre esas hojas arrugadas que tiene ocultas bajo el ala y arrójese a los leones.

Les dije que estaba sin terminar y que era más bien un diario con hechos que me habían ocurrido. Sin embargo, Méliès insistía que si alguien no le contaba una historia en los próximos cinco minutos iba a tomar demasiada conciencia del calor y la humedad ambiente hasta derretirse como un helado en Sudán.

Pero Kundera bromeó diciendo que no me justificase tanto, que leyera lo que tenía, que no era un tribunal y que antes de que acabara de leerlo probablemente estaríamos borrachos.

Extendí los papeles en la mesa y leí:

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"El teléfono sonó con agotadora insistencia durante por lo menos media hora. Contesté con un vago gruñido que se podría traducir como aló.

-¿Lo desperté? - preguntó una voz gruesa.
-Sí- le respondí bostezando.
-Habla Tristán Fluvi, el cineasta.
-Pensé que había más de uno en este mundo- contesté desganado.
-¿Está usted borracho?
- Anoche lo estaba- respondí queriendo poner fin al interrogatorio- Son las ocho de la mañana y usted todavía no me dice lo que quiere.

Se instauró un breve, pero rotundo silencio al otro lado de la bocina. Cuando casi me disponía a cortar, el tipo intervino:

-Tiene razón, no hemos tenido un buen comienzo. Necesito su colaboración ¿aún escribe cuentos?
- Hace tiempo que no escribo uno- le dije- ¿Puede saber de qué se trata?
-Prefiero hacerlo personalmente- insistió el hombre- Le invito a almorzar en "El perro de circo" a la una. Sirven un estofado delicioso. ¿Conoce el lugar?
-¿Bromea? La última vez que estuve ahí, salí por la ventana tras encontrarme con el amable puño de un matón que me confundió con un compañero de curso que en la infancia lo molestaba por sus dientes de conejo. No guardo recuerdos muy gratos de "El perro de circo".
-Es verdad- respondió como disculpándose - La clientela puede ser un tanto inquieta. Pero pensaba invitarle un whisky envejecido de doce años.
- ¿Dijo a la una?
- Sí, ahí nos vemos.

Colgué el teléfono y mientras me duchaba traté de buscar en algún recóndito archivo de mi memoria, el confuso nombre de Tristán Fluvi, sin conseguir hallar nada que me remitiese a él. Quedando veinte minutos para la cita, me puse el terno azul que siempre uso en los funerales y encaminé mis pasos hasta "El perro de circo".

Entré al lugar sin vacilación. Se trata de esos viejos billares que a mediodía son restaurant y luego de la media noche, barsucho. Son iguales en todas las ciudades del globo, un salón de juego espacioso donde anónimos parroquianos hacen sonar las bolas de marfil con una mezcla de silencio y apatía, siempre con una atmósfera explosiva. Da la sensación de que basta tan sólo un chispazo para iniciar la revuelta.

Se puso de pie para extenderme la mano un caballero de sus respetables sesenta años. Sus ojos eran afiebrados y su barba desgreñada. Usaba un antiguo abrigo con esa tela amarillenta que llaman pelo de camello y tenía en la mesa el estuche de un clarinete. La ligera curvatura de su espalda y la tonsura amenazante le otorgaban cierto aire monacal.

-Soy Tristán Fluvi, póngase cómodo.

Ordenamos el menú y durante un breve rato hablamos de temas sin importancia. Daba la impresión que Fluvi trataba de dilatar las motivaciones reales de este encuentro lo más posible. Cuando los vasos de whisky reposaron en los extremos de la mesa, entró de lleno en materia:

-Debo disculparme por mi irregular aparición, no es frecuente en mi persona. Tengo un problema que sólo usted puede resolver. Tendrá sus honorarios por ello.

Mientras saboreaba el delicioso whisky no pude ocultar una expresión de risa ante una retórica tan imperativa. Pero el tal Fluvi ya me había obligado a salir de la cama, consiguiendo llevarme hasta el restaurant..

-Imagino que debo parecerle un desquiciado, mi estimado cuentista, y no descarto del todo que el agotador paso de los años haya alterado mi sentido del juicio. Pero vamos a lo nuestro. Si usted revisa las enciclopedias e historias del arte, se enterará que fui el fundador de la industria cinematográfica en este lugar…claro, en aquel tiempo el asunto era más precario. Comencé aportando música inédita con mi clarinete en la época del cine mudo, hasta que pude dirigir mis propias películas y montar mi estudio, el más grande y prolífico que alguna vez conoció Puerto Peregrino.

Se detuvo un instante y se zampó al seco el vaso de whisky incluido los hielos que masticó con golosa fruición.

-Todo iba bien, el apogeo mi situación económica, las luces que proyectaba el celuloide, mi transición al cine sonoro, que me hizo guardar en su estuche, el querido clarinete con el cual me gané me gané los garbanzos musicando las tiras del pasado, hasta que apareció un tímido muchacho de ojos negros y abrigo rojo como la cresta de un gallo. Se presentó en mi estudio con el nombre de Temístocles Soler. ¿Ha escuchado hablar de él?

Le respondí que sí, que todos en los periódicos de la ciudad hablan de ese caballero como el mayor director y productor de la ciudad. Poseedor de un verdadero imperio económico, construyó un gigante de piedra en lo alto de la montaña que se aprecia desde la bahía, desde cuyo dedo apuntando el mar proyectaría en los próximos días una vieja producción llamada "Esgrima". Toda la ciudad podría verla en un gran telón instalado en el muro del Museo de Bellas Artes.

Vi que Tristán Fluvi se entristeció notoriamente al constatar que tenía referencias de Temístocles Soler pero ninguna de él.

-Fue mi asistente de cámara en la primera realización con banda sonora que se filmó en Puerto Peregrino: "Esgrima". Era un delirio esperpéntico que, sin embargo, ocultaba una secreta belleza. En él, dos espadachines se disputaban el honor en un duelo a lo largo de una cornisa ¿Me entiende?
-La verdad es que sigo entendiendo poco, pero siga continúe- le dije- El whisky está bueno.

Sonrió con aprobación y pidió al cantinero dos dobles.

-Aquella maldita noche, luego de afinar los detalles de la post-producción, nos quedamos con Temístocles sentados en el parque bebiendo una botella de vino. Le dije que era como un hijo para mí (en realidad lo sentía) y le ofrecí que se asociara conmigo en la productora. Aceptó encantado. Como iba yo a saber que esa misma madrugada entraría oculto cual ladrón para robar "Esgrima" y patentarla a su nombre.

El relato de Fluvi se quebró así también como su voz.

-¿ Qué quiere que le diga, cuentista? Luego de eso, fracaso, tristeza, todo lo irremediable. Desde la última butaca del cine tuve que asistir al avant premier de "Esgrima", escuché las ovaciones y distinguí en la multitud a Temístocles, alzando sus brazos triunfante. Después de ello, seguí durante años sus triunfos, su ego monumental y ese coloso de piedra que erigió en una montaña para exhibir mi película. Mi único amigo fue el instrumento que volvió a darme el pan cuando recibía algunas monedas en las plazas o en los bares.

Fluvi acarició el estuche de su instrumento como si fuese una mascota sobreviviente de una época de gloria.

-Agradezco esta ocasión de almorzar con usted y sus recuerdos - le dije interrumpiendo su melancolía- pero aún no entiendo en qué puedo ayudarle.
-Usted debe escribir la verdadera historia de "Esgrima"- contestó con la mirada fija.
-¿Cómo así? ¿Escribir un cuento?.
- Un cuento, una novela, un reportaje, da igual. Ya conseguí un editor. Le contaré todos los detalles de ese gran telón inflado de hipocresía que es Temístocles Soler. Tengo pruebas para incriminarlo por robo intelectual. ¿Qué dice?

Traté de ordenar toda esa confusa y arrebatada madeja de acontecimientos y por cierto, la insólita solicitud de ser su biógrafo. Creo que me sentía algo contrariado.

-Creo que debo revocar su oferta- respondí- Mis cuentos están habitados por seres ficticios, no para revelar verdades de ningún estilo.

Fluvi mostró un gesto de desagrado y decepción.

-Vamos, no sea majadero- dijo- Usted, mejor que yo, sabe que en esta ciudad las nociones de realidad y ficción cambian como el clima. Además le pagaré con algo que tiene un valor incalculable: Mi clarinete.

El héroe de esta historia alzaba orgulloso el estuche de su instrumento. Al parecer, fue el último argumento y el hecho de que pidiera otra botella de whisky, lo que terminó por convencerme.


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-Su historia me apena un poco- dijo Méliès y sonó sincero- Imagino que Fluvi agotaba los últimos cartuchos, luego de una vida anónima, oscura, sin reconocimiento. Sé lo que es eso, usted bien sabe que fui estafado por Edison y terminé vendiendo en el mercado de las pulgas de París, algunos trozos de mi película… ¿Así que aceptó la propuesta de Fluvi?

La pregunta de Georges Méliès fue demasiado frontal y yo traté de ensayar una respuesta que diese real cuenta de lo que efectivamente ocurrió:

-No sé muy bien qué me hizo aceptar una empresa tan inusual y accidentada. Durante tres semanas trabajé entrevistándolo, tomando notas de sus amarillentos recortes de diario, reseñando críticas de la época y los afiches de la película. También consumíamos whisky con mucho entusiasmo en "El perro de circo". Creo que para alguien como Fluvi, mi presencia terminó convirtiéndose en amistad.
-Eso me interesa, eso me interesa- interrumpió Kundera con su rasposo acento gutural de eslavo sonriente- ¿Llegó a trabar amistad con Fluvi?
-Si es que amistad significa ser uno mismo en las penurias del otro, sí- comenté enfático.

Mi último alcance gravitó en el ambiente como ese polvillo espeso que reviste a los escombros inmediatamente después del cataclismo.

-Debo decirle que Fluvi me simpatiza y también su historia- repuso Milan Kundera- Concuerdo con Georges en su carácter epigonal, en lo de los "ultimos cartuchos", pero sinceramente no sé para dónde diablos va con su relato.
-Creo que Milan tiene razón- apuntó Méliès mientras encendía su pipa.
-Escribí la biografía de Fluvi y luego se editó aquí, en Puerto Peregrino- concluí resignado- Fluvi rejuveneció varios años cuando no pocos lectores se enteraron de que era el padre del cine en esta isla y que Soler era un charlatán que había plagiado "Esgrima". Les diré como sigue esta historia.

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Eran cerca de las once de la mañana y yo hojeaba distraídamente un álbum de fotos. Los golpes en la puerta me sacaron de la modorra que ya a esas alturas se apoderaba de mí.

Cuando abrí, me encontré a boca de jarro con Temístocles Soler. Se trataba de un sujeto de corta estatura, regordete, con unos bigotes rojizos rigurosamente cortados más arriba del borde del labio. Sus ojos eran almendrados e insolentes y calzaba un terno a rayas que le concedía ese halo de elegante vulgaridad que ostentan los hampones.

Lo invité a sentarse. Se acomodó en el arrellanado sillón de lectura, observándome con un silencioso desprecio.

-Creo que no nos han presentado- le dije sabiendo perfectamente a quien tenía delante de mío.
-Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca- contestó pronunciando cada uno de los vocablos.
-¿Cómo dijo?- pregunté intrigado.

Prendió un cigarrillo mentolado y extrajo de su vestón el pequeño libelo con la vida y obra de Tristán Fluvi que yo había escrito. Luego, lo arrojó sobre mi mesa como si le quemara los dedos.

-Es usted un tipo vulgar, sin clase, sin educación, sin amigos- continuó- Se la pasa en los bares compartiendo con ebrios o en las plazas arrojando migas a las palomas. Su vida es gris. Nadie le llevará flores a su sepultura, nadie lo extrañará cuando muera.
- Puede que me extrañen los borrachos o quizás... las palomas- le respondí distraídamente.

Soler miró el departamento con una mezcla de asco e irrisión.

-Usted nunca tendrá distinción. Cualquier pelafustán lo invita a comer, a bajarse unas copas, le canta el disco que se aprendió luego de su estadía en este mundo y le declara su amistad. Usted no vale nada, se vende por unos billetes devaluados, es patético. Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Soler su puso de pie y observó el mar durante unos minutos. Después siguió:

-La vista es lo mejor que tiene este lugar. El decorado es horrendo, parece el cuartucho de un refugiado de guerra. Le compro este departamento ¿qué más puede costar?
-No está en venta- le dije mientras me acercaba al tocador- ¿Quiere un café?
-Dos cucharadas de café, nada de azúcar y tres gotas de leche descremada.
-Sólo tengo café y azúcar.
-Lo imaginé- comentó mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero dejando una atmósfera de menta y nicotina a la vez.

De nuevo no sentamos con una taza de café humeante en cada extremo. Parecíamos dos seres salidos de una comedia de equivocaciones, sin el menor asomo de congeniar en nada.

-Puedo contratar a un escritor de verdad- rompió el silencio- ¿Cuánto le pagó Fluvi por ese panfleto para adolescentes?
-Su clarinete- le contesté.

Estalló en una carcajada muy sobreactuada que parecía no terminar.

-Esto es lo último- dijo entre risas- Cuánta razón tenía yo, usted es un don nadie.
-¿Por qué no se va de mi casa? - le pregunté haciendo un ademán de despido- ¿Qué quiere?
-Sólo quería conocerlo y no me equivoqué en mis proyecciones- dijo poniéndose de pie en dirección a la salida- Lo veré en el reestreno de "Esgrima".

Abrió la puerta de calle, mirándome largamente con un rictus de profundo desdén.

-Ah, y demuela ese ridículo gigante en la montaña, afea la ciudad, es una mierda posmodernista o como se llame- le repliqué ya hastiado.
- Adiós, escritorzuelo decadente, arlequín ebrio bai...
- ¿Por qué siempre dice lo mismo?
- No sé- dijo observando el cielo raso como buscando una respuesta- Me gusta como suena.

Salió tras dar un portazo, dejando en el ambiente un vago sinsabor.


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A esas alturas mi cerveza estaba algo tibia y el relato fue interrumpido por la torpe entrada de unos turistas que se fotografiaban con los camareros como si estos fueran peculiares especies de zoológico.

-Bueno, bueno- repuso Méliès- ¿El relato termina aquí? ¿Quién se cree? ¿Scherezada?

Noté que Kundera esbozaba una pequeña sonrisa ante el comentario del cineasta francés.

-Vamos por parte- dijo Kundera- Y sabemos que Tristán Fluvi está perdido en su propio ocaso y que Temístocles (vaya nombre) es un arribista de tiempo completo. Una lógica muy maniquea para un cuento. El conflicto en torno a la autoría me intriga. Cuando era profesor de cine en Brno, conocí a varios aspirantes a cineastas que hablaban sobre la posteridad, un tema luminoso que se vuelve ridículo cuando caemos en la evidencia que nunca la disfrutaremos.

Georges Méliès se tornó grave, como si estuviese ligeramente ofuscado porque yo no terminé el relato.

-Veo, mi querido Kundera, que usted habla como los personajes de sus libros- planteó- Está bien, hablemos de cine. Después de todo hice Le voyage dans la Lune y alguna posteridad puedo albergar para referirme a este asunto.
-¿Qué quiere decir?- pregunté.
-El cine son imágenes proyectadas en una pantalla, es un lenguaje que en su soporte se ordena sobre el tópico de la posteridad- dijo Méliès acomodándose la corbata- Por lo tanto Fluvi y Temístocles son dos rostros de un mismo argumento. Los cuentos, como ambos bien sabrán, sólo se proponen la idea narrar una historia, y su cuento es más bien una retahíla de diálogos.
-Sí, es un cuento algo incompleto- respondí algo melancólico- No es de extrañar, todo lo que se habla en Puerto Peregrino bien podría considerarse un cuento sin terminar.
-Debe haberte dado cierto pudor recibir el clarinete como pago por tus servicios escriturales- reparó Méliès preocupado de mantener viva su pipa- Después de todo, era todo lo que tenía.
- ¿Por qué titulaste ese relato como "Esgrima" y no, por ejemplo, "La Trascendencia"?- interrogó Kundera con cierta sorna.
-Parece más bien el título de una de sus novelas. "La inmortalidad", "La insoportable levedad del ser" "La lentitud". Lo de Fluvi no da para tanto, ni siquiera es un cuento terminado- le dije.
-Insisto ¿por qué el cuento se titula igual que la película?- planteó Kundera.
- Ah, es por el final, ahí les va.

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El día del estreno del film, se agolparon multitudes en los alrededores de la bahía. Era una noche cálida. Luego de un agobiante día de sol.

El gigantesco telón instalado en la plaza tenía soportes propios de un teatro de la ópera, con pisos alveolados, panoplias y tapicerías francesas del siglo XIII. Daba La impresión de conjugar el arabesco y la chabacanería en una simbiosis difícil de asimilar. Un mobiliario de utilería que tomaba oscilantes y distorsionadas formas bajo el cortinaje de terciopelo, iluminado por antorchas, a la manera de un baptisterio egipcio.

Un gran gigante de piedra presidía con su dedo apuntando la gran página en blanco del celuloide.
Ahí note que la excentricidad de Temístocles Soler no tenía fronteras. Apareció caminando desde el brazo del gigante anunciando a la muchedumbre el reestreno de "Esgrima" como si fuese el dictador de un remoto país arábigo.

El dedo del coloso se encendió desde lo alto de la montaña y comenzaron a aparecer las imágenes.
Debo decir que la belleza de la película radicada en su serenidad y ritmo. Una historia donde aparecían gatos persas, atlantes, pianos de cola, columnas dóricas sosteniendo un teatro de sombras, estatuas de un museo de cera que se derretían en medio de una playa, hasta que aparecían los dos espadachines tratando de resolver con sus floretes este pacto firmado con la belleza.

No podría ser otro que Fluvi el creador de esa ópera al non sense y así lo confirmaba la cadenciosa música del clarinete que sonaba como fondo.

De pronto los espectadores se concentraron en dos hombres que vociferaban desde el brazo del gigante. Sus voces eran incomprensibles y se perdían en los ecos de esa especie de caverna que eran los muslos de la estatua

Una figura torpe y jadeante se arrastró por la lustrada manga de piedra. Soler retrocedía ante Fluvi que lo apuntaba con un sable, mientras en la gran pantalla los dos rivales proseguían su duelo ágil y acrobático.

A manera de un mosquetero de Dumas, Tristán entregó a su contendor otra espada y se inició otro duelo, el verdadero. En ese momento nadie sabía si los espadachines del telón eran los mismos y en alguna medida recreaban sus propias leyendas, con esas estocadas que se perdían en la penumbra.
Avanzaron por el extenso brazo del gigante hasta llegar a su dedo. Temístocles apenas conteniendo su barriga trastabilló en el borde del índice de piedra y miró al vacío con verdadero asombro.

Ahora se sentía un equilibrista mareado, un rey burgués, un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Temístocles se aferró al dedo de piedra unos instantes y cayó sobre lo ancho de la planicie como un bulto de correos.

En cambio, Fluvi apuñaló al aire con unas estocadas de soldado borracho, se fue introduciendo en la abertura del dedo proyector. La película se interrumpió y un destello brilló en el índice del coloso, mientras caía su cuerpo incandescente como una gota de luz en medio de la noche.


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Acaricié el estuche del instrumento y les dije a mis contertulios:

-Y he aquí el clarinete de Fluvi.

Méliès me miró renovadamente ofuscado.

-No me convenció ese final- dijo.
-A mí tampoco- respondí luego de beber al seco lo que quedaba de cerveza.
-Al menos sabemos que toda utopía por definición engaña- sentenció Kundera.
- Eso lo dice usted, Milan- replicó Méliès- Mis sueños fueron llevados a la pantalla con una dosis de ilusionismo que sólo la felonía pudo eclipsar.
-También los de Fluvi, y los de Temístocles- respondió Kundera palmeando la espalda a Georges- ya sea la página en blanco o el telón donde se proyecta la película, no hay peor tortura que añorar en la desgracia los tiempos felices. Y es bueno que así sea.

Méliès movió la cabeza levemente contrariado.

Pero yo le encontré la razón a Milan Kundera.

Desde la vitrina del café nos dimos cuenta que había oscurecido.

 

LA MUERTE TIENE ALAS DE GAVILÁN

"Pero en verdad,
el abejón, el búho, la niña y el caballo,
son figuras inmóviles.
Y el único que corre,
salvaje,
es el camino."
— Jorge Boccanera

La primera vez que decidí escribir un relato de fantasmas fue justamente cuando me topé con uno de ellos. No tenía mantas blancas, ni aspecto de cadáver atormentado y menos arrastraba los pesados grilletes del infortunio. Al contrario tenía una humanidad manifiesta, un dejo de triste cotidianidad exento de cualquier gestualidad de opereta.

Tiene que ver con el encantamiento y el sortilegio, sin duda alguna. Toda ciudad que se precie de tal, debería tener una bruja de repulsiva senectud con la cual amenazar a los niños que quieren comer el postre, antes de la carne. Sin embargo, Puerto Peregrino tiene a Lantos, el mago de las golondrinas autómatas que vivía enclaustrado en una esquina con forma de diamante allá en los conventillos que rodean los cerros de la costanera.

Trabé amistad con Lantos en una época accidentada y tempestuosa, cuando un affaire se vuelve un infierno a pequeña escala que lentamente amplía su onda expansiva hasta convertirlo todo en caos, en inquietud y desazón.

Resulta que, en aquel tiempo, pasaba horas en la Biblioteca Nocturna de Puerto Peregrino revisando periódicos viejos sin saber muy bien porqué. Creo que en algo, solía consolarme del presente y esas grandes hojas, dentadas y amarillentas, en gran parte nutrían mi obsesión por la nostalgia.

No sé cómo ni cuándo comenzaron las miradas insinuantes con la bibliotecaria del turno de la noche. Era una trigueña pasados los cuarenta que se llamaba Constanza.

Tenía una expresión inquieta y unos grandes ojos negros, los que miraban escrutando el ambiente con curiosidad, mientras sus manos escarbaban los archivadores.

-Usted se parece a un novio que yo tuve- me dijo con abierta coquetería.
-A lo mejor lo soy- le contesté siguiendo el juego.
-Lo dudo mucho- comentó soltando una carcajada- Murió hace varios años.
-¿Y qué le pasó a mi doble? - pegunté sin darle tiempo a una nueva respuesta.
-Es una historia muy larga.
-Tengo tiempo- le respondí ya importándome un bledo la muerte de su novio.

El cortejo duró menos que una botella de vino en una taberna.

Esa noche terminamos bebiendo una copa y hablando de toda esa colección de lugares comunes y cordialidades interesadas que acompañan al mutuo cortejo. Nos detuvimos frente a un hotel que se encontraba a unos metros del bar, exhibiendo unas incompletas y anémicas letras de neón. Terminamos en la cama y el sol nos despertó con insolencia desde las grietas de la persiana.

Desayunando un repugnante café chirle y unas tostadas con mermelada de frutilla en ese infesto motelucho, Constanza me confesó que estaba casada.

Una risa nerviosa se apoderó de mí cuando para colmo, dijo que su marido era un militar retirado bastante mayor que ella, pendenciero bebedor y visitante asiduo de burdeles, razones por las cuales su matrimonio atravesaba una crisis definitiva. La foto de la billetera tampoco era muy auspiciosa, se trataba de un regordete de tieso bigote negro y suspensores, apenas conteniendo la prominente barriga. Posaba para la cámara sentado en un sillón floreado junto a ella, que ocultaba su expresión resignada, sin conseguirlo.

No obstante, Constanza no le dio importancia ninguna al asunto y me tranquilizó asegurando que nadie se enteraría de lo nuestro, que siendo honestos, no era la primera vez que incurría en una infidelidad.

Pero en esta historia se entrecruzan senderos bifurcados por el tramposo péndulo del devenir. No pocas noches, luego de revisar los desteñidos y apolillados periódicos, ritualmente concurríamos al bar y luego al desvencijado motel.

Todo iba bien hasta que Constanza me hizo una sospechosa pregunta al amanecer:

-¿Recuerdas lo que te dije de un novio que tuve?
- Sí, que se parecía a mí y que murió hace años.

Explotó en llanto y me explicó la verdadera causa de muerte: Lo encontraron muerto de un balazo en la sien y nunca se pudo dilucidar del todo el crimen. Aunque ella advierte que el sicario fue su propio su marido.

Casi extinguiendo su voz entre gimoteos me hizo saber que su marido tenía serias dudas acerca de la existencia de un amante, que la había seguido varias noches y que por cierto, no quería perderme.

Ambas situaciones me aterraron hasta lo indecible. El flirteo no daba para tanto más y el pantagruélico gordito conservaba en su velador el arma de servicio.

Me desaparecí durante dos días de la Biblioteca Nocturna y recién al tercero me dejé caer con suma cautela. Quería decirle a Constanza que evaluáramos la situación y proponerle que suspendiéramos nuestros encuentros, al menos por un tiempo, mientras las conjeturas se despejaran. No obstante, era tarde.

-Ya te identificó- me dijo Constanza con crudeza- y amenazó que apenas divisara tu abrigo negro merodeando la calle lo perforaría a balazos. No sería raro que esté rondando la biblioteca.

Me despedí y bajé la empinada escalera hasta llegar a la puerta de salida. A esa hora la penumbra absorbía la escasa de luz del alumbrado público y una atmósfera lúgubre y desolada inundaba la cuadra con tenue sordidez .

Avancé unos pasos en dirección a la plaza, sin mirar atrás. Al principio, la pequeña figura se insinuó en la esquina derecha de un edificio abandonado. Lo reconocí de inmediato, regordete, enrojecido y con una levita abultada que seguramente escondía el arma.

Corrí varias calles hasta perderme en un sitio eriazo que daba a un barrio aledaño, con bloques grises e irregulares casas de material ligero que se empinaban peligrosamente sobre los cerros. Pude ingeniármelas para despistarlo al principio, pero al poco tiempo, cada vez que volteaba la cabeza el personaje se desplazaba con más seguridad y rapidez. Subí una vieja escalera de madera visiblemente asustado y corriendo por un largo pasillo de piezas malolientes, toqué con insistencia la puerta del fondo. Juro que oí los pasos de mi agresor subiendo la misma escalera.

Una mano fugaz me tomó de la solapa del abrigo y me introdujo en la pieza. La oscuridad era absoluta.

Escuché su paseo cauteloso por el pasillo y luego su partida sin tomar en cuenta a mi salvador. Apenas alumbrado por una gastada vela a punto de extinguirse, sólo veía unas manos huesudas, propias de un anciano.

En cuanto desaparecieron los pasos en la escalera, mi anónimo salvador oprimió el interruptor y se hizo la luz. De pronto se erigió ante mí de cuerpo entero, una figura delgada y nudosa vistiendo una bolsuda camisa de lino azul con botones de concha y una corbata de fantasía. Su barba era blanca y nazarena, casi contrastaba con sus ojos de ratón asustado tras los gruesos espejuelos de sus anteojos.

Entre el miedo por la persecución y la excentricidad del personaje, le agradecí su providencial aparición y como si me confesara, le conté los detalles de mi amorío desafortunado y por cierto, la historia del esposo irascible y armado.

-Una amante confundida y un marido deschavetado. No es una mala historia- comentó sonriendo- Hiciste bien en venir, aquí la muerte no entra hace mucho. Los pocos amigos que alguna vez tuve me llamaban Lantos.

La presentación del tipo no pudo ser más intrigante, pero aún tenía el corazón en la garganta y no reparé mucho en ello. Mi nuevo amigo sugirió que pasara la noche allí, después de todo el amanecer estaba cerca.

Bebí un café para calmarme, sentado cerca de un anafre que en vano intentaba luchar contra el frío del ambiente. En el cuartucho, el viento rugía golpeando los postigos y por el borde de las viejas vigas que sostenían el techo, se filtraba el irremediable moho que corroe la madera tras años de humedad.

Cuando estuve más sosegado vi que Lantos trabajaba afanosamente en unos artefactos de madera, resortes y engranajes.

-¿Qué haces?- pregunté con curiosidad.

Lantos acercó su silla hasta la ventana y trató de explicarme su oficio: Construía pájaros autómatas que luego arrojaba desde su ventana en dirección al Estrecho de las Sirenas Tristes.

-Son golondrinas- dijo indicando el mar en la ventana- Sobrevuelan largamente Puerto Peregrino y luego se pierden más allá del océano. Llevan mensajes para alguien que me ha olvidado.

En sus últimas palabras afloró un aire de nostalgia que en ese instante no comprendí a cabalidad. Creo que siempre recordaré a Lantos explicando el vuelo de los pájaros con aparatosos ademanes, los cabellos grises y la mirada grave, amalgamando el aire cansado de un escultor y el perfil cavilante de un pensador.

Cuando llegó el amanecer y un gran sol se impuso a lo largo del horizonte, Lantos abrió la ventana desde donde se apreciaba el estrecho de las Sirenas Tristes con sus olas picadas y arrojó el pájaro de madera que agitó sus alas mecánicamente hasta perderse en el malecón. Había una enigmática belleza en su ritual, como si las golondrinas se despidieran de su creador regalándole un vuelo estilizado y solemne.

-Ven a visitarme cuando quieras- me dijo al cabo de un momento.

Le agradecí una vez más su oportuna intervención y me marché.

Desde ese día pasé a ser un visitante asiduo de ese barrio de cités y conventillos, maltratado como un perro olvidado por su amo. Algo en la expresión reposada de Lantos lograba reconfortarme. Terminamos entablando la más emocional y estrecha de las amistades.

Mis conversaciones con Lantos fueron breves pero vívidas, todas o casi todas en ese conventillo apolillado que albergaba a unas quince familias con muchos niños, de borrachos y mendigos que dormían en las escaleras, de mujeres que se peleaban por el cordel para tender la ropa.

A Lantos no me cuesta retenerlo en el recuerdo. Jamás olvidaré su fisonomía distendida e infantil y sus largos dedos de pianista armando las golondrinas de madera y género. Según él, esas pequeñas criaturas albinegras podían resistir los vientos más inclementes y atravesar de extremo a extremo, el Estrecho de las Sirenas Tristes.

Una de las características más singulares de su afanosa rutina es que jamás salía de su destartalado cuarto. En varias oportunidades le dije que fuéramos a un bar o caminar por los barrios antiguos de Puerto Peregrino, cuyos altos monumentos y viejos empedrados ejercen una alucinante fascinación en mí.

-No hay nada que yo pueda buscar afuera- contestó señalando la ventana- Yo espero que la muerte venga a buscarme.

Sus palabras me dejaron pensativo por largo rato, hasta lograr que afloren en mi cabeza varias especulaciones. Por algunos instantes creí que Lantos tenía los días contados por una cruel enfermedad. También elucubré la idea de un ermitaño loco que se ha aferrado a su precaria humanidad desde ese oficio extravagante de constructor de pájaros.

El hecho es que Lantos se apreciaba feliz mientras pulía con un esmeril las alitas de sus golondrinas autómatas. Una noche en que bebíamos una botella de aguardiente, le pregunté dónde, cómo y cuándo había llegado a ser un artesano tan avezado.

Sonrió como disculpándome la ignorancia y luego repuso:

-Es que yo no soy un artesano. Soy un mago.
-Pero cómo… ¿de cuáles? ¿de los que sacan conejos del sombrero o como Merlín? - interrogué escéptico.

Lantos rió a mandíbula batiente por mi categoría con respecto a los rangos de la magia. Pero luego de su explosiva hilaridad, sobrevino un silencio aplastante y su mirada se tornó rotundamente seria.

-Yo fui un hechicero que habitó los bosques fantasmales, esas largas procesiones de árboles contorsionando sus ramas. De esto hace tanto, imagínate tú, antes que esta ciudad existiera. Mi país era la intemperie, mi capa era el viento que azotaba las raíces de la noche, mi fuente de sortilegio eran los pájaros. Durante épocas pretéritas le robé secretos a las aves. Por si no lo sabes, los pájaros son testimonio de una singular transmigración de almas sortílegas. Todos ellos fueron hechiceros en otro tiempo, en otra puerta del devenir, de la inmensidad sideral. Sobre el promontorio que se alza frente al estrecho de las Sirenas Tristes estudié el vuelo de los pelícanos suicidas que caían en picada contra el oleaje y de las águilas imperiales que hacían sus nidos en el borde de los desfiladeros. Elaboré trampas a base de redes y capturé especies para encerrarlas en jaulas de bambú. Primero las alimentaba y luego les proponía la libertad a cambio de sus secretos El tordo me enseñó a montarme en la nube gris que anuncia la tormenta como si fuese una alfombra mágica; las plumas de la torcaza son capaces de ahuyentar las pestilencias más virulentas; el corazón del ruiseñor hervido en una olla de piedra, hace crecer mandrágoras en los desiertos; el canto del búho detiene la lluvia por intervalos breves; las garras de un gorrión clavadas en la quilla de un barco pueden alterar la orientación de los vientos. Como comprenderás mis indagaciones dieron frutos. Todo marchó bien hasta que apareció entre mis redes un enorme gavilán que apenas podía contener sus enormes alas de ángel impetuoso.

Lantos tomó entre sus manos una golondrina de madera y comenzó a explicarme teatralmente el vuelo de los pájaros. Entonces, sus palabras adquirieron un matiz más intenso y la descripción de los detalles se tornó más grandilocuente:

- El gavilán tenía una belleza pomposa e incisiva, era un ave heráldica que guardaba más secretos de los que pensé. Inerme e impotente en la red que tendí como trampa en lo alto del promontorio, el pájaro se presentó diciendo que era la muerte.- Si me arrebatas los secretos tus madrugadas no terminarán nunca- amenazó con voz sórdida de poseso. Hice caso omiso de su advertencia y le prometí que si me revelaba sus enigmas lo liberaría. Esa tarde aprendí todo o casi todo acerca de la muerte, de su capacidad de ingresar a los acontecimientos movida por un sesgo de líneas inextricables, pero obedientes a una lógica inversa, casi en nada conceptual. Cuando liberé al gavilán de la red, éste no cumplió su promesa, me tomó entre sus garras y me llevó volando a través de los bosques hasta dar tantas vueltas alrededor de la isla que el tiempo avanzó hacia una época donde existía una melancólica ciudad llamada Puerto Peregrino. Me abandonó en este conventillo y me castigó con la inmortalidad.

Ante su relato reaccioné con la displicente estrategia de quien continúa la farsa de un demente. Le dije que si eso fuera cierto porque no aprovecha los secretos para revertir su precaria condición.

-Creo que la muerte se olvidó de mí y por eso, le envío estas golondrinas para que regrese y vuelva a mis bosques del pasado de una vez por todas. Sólo ella puede hacerlo- concluyó.

Lantos se acercó la ventana y se sumió en un largo mutismo.

Ahí supe que mi curiosidad se había entrometido torpemente en aspectos de su carácter que se distanciaban mucho de la felicidad a la que estaba acostumbrado.

Por ello nunca más le hice preguntas de ese estilo.

Nuestra amistad continuó próspera y orgullosamente rutinaria, quizás algo más alcohólica en el último tiempo ya que el ejercicio de la botella de aguardiente se tornó tanto o más seguido que su oficio de constructor de golondrinas.

Fue en una de esas ocasiones cuando - sin que yo se lo pidiera- me dijo que acordáramos una noche para salir a recorrer el malecón de Puerto Peregrino. - Espero que el gavilán no aparezca cuando yo esté ausente- remató.

Aquel atardecer caminamos largas horas por las viejas calles de Puerto Peregrino, recorrimos sus portales y fastuosas glorietas, la suntuosidad de sus catedrales, la amplia sonrisa del mar atravesando la costanera, algunos bares inolvidables.

Lantos exploraba las planicies con la mirada y parecía visitar un nuevo planeta. Su rostro manifestaba más curiosidad que embelesamiento, más bien fueron los transeúntes quienes reaccionaron con sorpresa ante este personaje salido de alguna saga islándica.

-Ha sido una tarde maravillosa- me dijo cuando descansábamos en una cafetería del centro- pero mis golondrinas autómatas deben ya extrañarme y no sería bueno que la muerte pase por mi ventana y no me encuentre.

Ya habituado a su forma de ser, pagué la cuenta y enfilamos rumbo hacia el sector de los conventillos.

Oscureció de golpe durante el trayecto y un viento muy helado soplaba despeinándonos. Le puse mi abrigo negro para protegerlo de la ventolera que se arremolinaba en las esquinas a cada rato más, en un tremolar de polvo, tierra y papeles. Casi llegando a la calle Eustaquio Dolber, una figura rechoncha se insinuó en una mampara de la esquina.

En segundos pude verla de cuerpo entero. Tenía un abdomen protuberante atravesado por la cadena de oro de un reloj y vestía un capote beige que resaltaba su obesidad pequeña. La expresión de su rostro poseía tanta ira como satisfacción.

-Ese abrigo lo conozco- dijo desenfundando el revólver- Te llegó la hora, infeliz.

Sentí dos balazos secos y seguidos que sonaron en la amplia vereda perdiéndose entre los árboles. Caí de espalda y me revolqué como un insecto herido, ridículamente porque casi al instante tomé conciencia que no estaba herido.

A mi lado yacía Lantos con dos gruesas manchas de sangre desparramadas a lo largo del pecho. Sudaba y el rostro había adquirido el color terroso que otorga la agonía definitiva. Me acerqué a él y traté de hablarle.

-Sabía que el gavilán no se había olvidado de mí- musitó apenas conteniendo una sonrisa.
Vi que su cuerpo delgado se movía un poco en el suelo y luego se desvaneció. Unas lágrimas me cayeron sin proponérmelo, como si no pudiese impedir una lluvia repentina.

Cuando alcé la mirada el revólver del marido despechado me apuntaba. Sus mejillas estaban visiblemente enrojecidas y el dedo en el gatillo le tiritaba nerviosamente. Pero yo había adquirido un súbito coraje que nada tenía que ver con mi situación desventajosa, sino con mi amigo muerto en la acera, irremediablemente por mi culpa.

-Te equivocaste de hombre, gordo imbécil- le dije- yo era el que se acostaba con tu mujer.
Corrió la bala del seguro con decisión.

Un violento hilo de sangre le salpicó en pleno hombro a mi agresor y luego otro en la espalda, y luego otro y otro. Eran picotazos rápidos y en medio de sus movimientos pude ver un remolino de polvo y plumas que me confundió. Cayó al suelo herido.

Frente a mí se irguió el gran pájaro negro, que me observaba con despectiva altivez. Su altura y longitud eran descomunales y ostentaba un plumaje negro iridiscente con tonos morados en la cabeza y verdes en el resto del cuerpo.

Tomó entre sus garras el cuerpo inerte de Lantos y se lo llevó dormido en un batir de alas elegante y pausado hasta perderse en la costanera.

Dejé al marido despechado en la acera y me perdí en la noche.

Al día siguiente en un cafetín esquina, leí en el periódico que el regordete estaba en el hospital herido de mediana gravedad por el insólito ataque de un enorme pájaro. Incluso daba unas declaraciones su preocupada esposa pidiendo a las autoridades más atención en estos animales agresivos. No sé si refería al gavilán o a su propio marido.

Creo que otro paraíso se cerraba para mí en Puerto Peregrino, la destartalada pieza donde Lantos enviaba sus emisarios de alas puntiagudas para que la muerte viniese a buscarlo. Esa tarde reproduje el itinerario cuando fue encontrado por una bala que me pertenecía.

Luego, de regreso al conventillo, encontré la habitación celosamente sellada por un cerrojo oxidado.

Una vecina que colgaba la ropa en un cordel me dijo que esa habitación está clausurada hace muchos años y que es una especie de pajarera. Me señaló también que los niños que juegan alrededor de las cités dicen que allí vive el fantasma de un mago que trajina por las noches esperando el amanecer.

Se tituló de Profesor de Castellano en la Universidad Austral de Chile. Allí obtuvo un Magíster en Filología mención Literatura Hispánica. Posteriormente realizó un Doctorado en Educación en la Universidad de Salamanca (España). En Valdivia perteneció al Grupo Mangosta y trabajó en la creación y difusión de la revista de literatura Ciudad Circular.

Ha editado cuatro libros de narrativa: La ira y la abundancia (Mosquito Editores, Colección de narrativa la Casa Invertida, Santiago, 1998), El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (Cuarto Propio, Santiago, 2003); Cuentos para murciélagos tristes (Cuarto Propio, 2004) y Remoto navío con forma de ciudad (Cuarto Propio, 2007), además de libros de poesía Espadas y Tabernas (Ediciones Eolírica, 1988), Mi ropero es un mar sombrío (Ediciones Atelí, 1990) y Égloga de los cántaros sucios (El Kultrún, Valdivia, 2004).

Es merecedor de diversos reconocimientos, entre los que cabe destacar el Premio María Cristina Ursic de poesía (1988), La beca de creación literaria del Fondo del Libro y la Lectura (2002 y 2004), El Premio Municipal de la Ilustre Municipalidad de Valdivia “Fernando Santiván” (1998) y la mención honrosa del mismo premio el año 2002. Ha publicado monografías en Chile y el extranjero. De la misma manera ha presentado su trabajo en España, Cuba y Argentina. Algunos de sus textos fueron traducidos al francés, alemán y croata. Fue incluido en la Antología InSURgente (Nuevos poetas magallánicos) de Pavel Oyarzún y Juan Magal y en Años Luz, Mapa Estelar de la Ciencia Ficción en Chile.

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