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Magnolia Pérez Garrido
Vol. 1, No. 2, Otoño 2009 : Cuento

 Sardinas para mi tía Mirla
 (Es lo único que pide comer...)

                                   Con el corazón en la mano  al fin decidí contarte estas historias . . .
                                                                    
            Ella lo único que quiere es comer un par de sardinas con cebollas y arroz blanco.  Eso me contó mi madre cuando vino de su último viaje.  A mí me extrañó un poco que mi tía no quisiera un pomo de perfume, un creyón de labios orquídea o inclusive un corte de tela estampada con flores exóticas para forrar sus muebles gastados por el uso y el tiempo.  Yo no sabía que a mi tía Mirla le gustaran las sardinas encebolladas, pero de cualquier modo cómo iría a saberlo si hace tanto tiempo que vivimos separados de toda la familia.  La pobre tiene tantos deseos de probar sardinas que parece que no las haya comido en estos últimos cuarenta y siete años y seis meses . . . después del triunfo de la revolución ese fatídico año.  Eso se lo confesó en voz baja a mi madre una noche de agosto llena de cocuyos y jejenes  insoportables cuyos coros nocturnos superaban el volumen de la conversación -- ella, poniéndose el dedo índice en sus labios maltratados por los fuertes rayos solares, la falta de aceite en las comidas, y las ampollas de las que ha padecido desde que me acuerdo de ella. Así, con esos labios arrugados se lo susurró a mi madre como si estuviera hablando de algún adulterio cometido por su esposo el Capitán en una de sus misiones militares al exterior.  A mí me manda a decir siempre lo mismo, que no nos preocupemos por nada, que todos por allá están bien -- cuídense ustedes.

            Mi tía Mirla hace un año enviudó.  Es la menor de todas mis tías.  Cuando yo era niña ella todavía era una muchacha.  Tenía el pelo corto y negro como el azabache, su tez era oliva y me daba la impresión que sus ojos ni eran pardos y misteriosos como los de mi abuela ni marrones y nostálgicos como los de mi abuelo, sino miel oscuros, llenos de alegría y esperanza como si un porvenir muy seguro y placentero le esperara por el resto de su vida. Y cómo no iba a ser así si era la única de todas las hermanas de mi madre que se había casado con alguien importante, de alta alcurnia, como dirían mis abuelos. En efecto, se había casado con un militar del ejército y de su boda no me acuerdo pero sí del gran júbilo de sus visitas y de nuestras esporádicas visitas al albergue del caserío militar donde vivían.  Recuerdo aún las conversaciones entre el Capitán y mi padre que como siempre parecían estar de acuerdo en todo lo que se decían mutuamente mientras bebían gualfarina cuando no había ron que era casi todo el tiempo . . . porque el militar no podía beber en presencia de nadie y menos aún de algún miembro del Partido.  Como jamás hablaron de política, ni de partidos, ni de revoluciones, ni de los muertos que acababan de enterrarse en Angola hacía apenas unos meses, se llevaron bien toda una vida . . . hasta el día 16 de mayo de 1980 cuando llegaron sorpresivamente unos ministros del estado para informarle a mi padre que al día siguiente en la madrugada se podía marchar del país libremente con su esposa, sus dos hijas, y cuantos más quisieran irse de su familia. Mi padre y mi tío político nunca se despidieron y no se volvieron a encontrar hasta la noche en que mi tío murió de un ataque al corazón.  Pero mientras ellos hablaron de cosas sin importancia sentados en los taburetes de mi casa, en la Angola que mi tío había dejado atrás los negros se revolcaban aún vivos en las fosas comunes de la guerra.  A estos muertos sin nombres nadie los pudo reclamar jamás porque el gobierno que envió a los militares a Angola no querría que se supiera de quiénes se trataba ni cuántos habían matado.  Sus tanques de guerra habían profanado esa tierra sagrada y los fusiles de manos finas habían rematado en ocasiones a sus hermosos negros.  La tierra oliente a pólvora y enfurecida por la presencia y la crueldad de los soldados extranjeros sólo había conocido las caricias de sus serpientes y los rituales Khoisán. Este sacrilegio los dioses africanos no han llegado a perdonarle a los soldados de los tanques verdeolivo y décadas después se siguen vengando.

            A pesar de que yo no comprendía la amistad entre estos dos hombres los admiraba por igual. A uno, porque era mi padre y mi héroe; al otro porque era verdaderamente uno de esos héroes que aparecían en los libros de la revolución que leíamos en la escuela Carlos J. Finlay.  El Capitán había peleado en tantos países, era experto en tanques de guerra, y según lo que yo había oído decir a los adultos trabajaba mano a mano con el Ministro de Defensa, y seguramente conocía al Comandante en Jefe. Había viajado por todo el mundo pero no de luna de miel con mi tía o para llevar a sus dos hijos a pasear sino para pelear en las guerras, guerras que yo no he podido constatar en los libros de historia, ni en los períodicos internacionales, ni en el Internet, pero no importa porque eran GUERRAS. Había estado en Moscú,  Belgrado, Berlín, Bucarest, Budapest, Praga, Damasco, etcétera, etcétera, etcétera. Cuando cursaba el cuarto grado le escribí mi primera carta en un sobre aéreo de bordes azules, rojos, y blancos e iba dirigida así:  Para el Capitán  del Ejército y Experto en Tanques de Guerra . . . Damasco, Siria. Y, comenzaba así:  Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca/ y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo/ ni cardo ni ortiga cultivo/ cultivo una rosa blanca . . .

            Así fue que comencé a interesarme por la geografía y a memorizarme los nombres de todos los países y las capitales del mundo que según yo me iría aprendiendo poco a poco hasta ser la única niña en el barrio de La Gloria que se supiera el nombre de todos los lugares del planeta.  Luego decía a todo el que me preguntaba que sería una geógrafa pero al año siguiente cuando cursaba el quinto grado con la maestra Melba, aquélla esquizofrénica que nos pegaba a todos, cambié de parecer y estaba decidida entonces a ser una química en perfumería. Había escuchado hablar a sobre la química a alguien que regresaba de la Capital, era de suponer que en una gran ciudad se hablara de profesiones importantes y yo quería inventar las fragancias más recónditas del mundo porque vivía en un lugar que seguramente tendría más flores que en esa ciudad. En el jardín de mi casa habían alelíes, gallardías, lirios, maravillas, violetasy unas rosas anarajadas que mi padre  injertó; en el de mi tía Pancha había diez del día y era cierto que estas flores se dormían al pasar la mañana.  Mi tía Divina tenía una cerca de timorreales  pero ella nunca se enteró de que nosotros le chupamos la miel a todas sus flores; era la única en el barrio que tenía pascuas de Navidad cosa que no me explicaba porque las Navidades eran prohibidas y las celebrábamos a escondidas.  Robel y María tenían unas amapolas gigantescas, rojas, y brillantes y nosotros al pasar por el frente de su casa siempre le robábamos unas cuantas, tal vez en venganza por todos los víveres Robel no nos quería vender en la única tienda que teníamos en el barrio.  Mi abuela materna, la madre de mi tía Mirla tenía las flores más excéntricas e intrigantes alrededor de su casa porque en sí no tenía un jardín; todas sus flores eran púrpuras:  las adelfas, los claveles, y los rabos de mono.  Pero era la madre de mi padre, la indígena que mi abuelo trajo de las montañas cerca de la Sierra, la que tenía la mayor variedad de flores.  Ella vivía en la casona azul y tenía el jardín más grande de todo el vecindario, tenía geráneos, corales, clarines, verbenas, jazmines, azucenas, rosas blancas, y  mariposas, la flor nacional, cosa que era de gran importancia para mí.   

            Pero todos los niños de mi barrio bien pudieron ser químicos en perfumería y no campesinos o panaderos porque ellos también conocían las mismas flores que yo. Uno de nuestros pasatiempos después de la escuela era recorrer los campos y los jardines de La Gloriaoliendo las flores y hasta lo que no echaba flores también olimos y probamos.  En aquélla, nuestra única misión, nos dimos cuenta de que los platanales, que ya no eran los platanales de los campesinos sino las fincas cooperativas del estado, también florecían y llegamos a conocer el olor profundo y delicado de la flor del plátano.  Nos metimos en los largos mayales que como serpientes mambas verdes demarcaban las fincas; no sólo lo hicimos para traspasarlos sino con el fin de oler sus flores que crecían en el centro como grandes cactos en el desierto. Estas flores rojas y espinosas nos las habrían llegado a dar nuestras madres y a nuestras madres nuestras abuelas como frutas partidas por la mitad con azúcar negra para expulsar los parásitos intestinales de los que padecíamos todos.  Las flores de maya yacen allí donde a veces llueve separando las fincas pero ningún otro niño a intentado olerlas o traspasarlas otra vez.  Esa fue la misión más peligrosa que emprendimos pero no lo único que hicimos pues hicimos un millón de cosas más durante nuestra niñez que jamás podremos contarles a ustedes ni a nadie ni se llegará a publicar en ningún libro.

            La noche en que mi tío murió su madre estaba rezando en la otra habitación.  La exjefa del Partido Revolucionario (PCR) y del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) ya no era la mujer alta robusta y masculina que yo conocí vestida en su eterno uniforme militar verdeolivo; era una anciana arrugada que el osteosporosis había reducido en tamaño y densidad.  Esa noche vestía una bata como todas las batas de algodón que usaban las mujeres de mi familia, de fondo blanco y con florecitas azules y moradas.  Rezaba a Dios supongo y no al Comandante porque éste nunca le permitió rezar.  En la otra habitación, la que era de su esposo, se acababa de tender en una cama pequeña su hijo el Capitán que venía de acostarse con una mulata del pueblo.

            Esa misma noche mi padre se despertó asustado pero ésta no era una de sus pesadillas recurrentes y no les había gritado hijos de puta a los guardias que lo torturaron en el calabozo de Boniato.  Había sentido los dedos blancos y finos de mi tío el Capitán tocarle sus pies. Efectivamente era mi tío que había venido a despedirse.  Cómo no iba a hacerlo, si bien no habían sido compatriotas de una misma causa revolucionaria lo habían sido de dos ideales que aunque adversos no dejaban de ser ideales. Y así fue que mi padre y mi tío se volvieron a encontrar. 

            Cuando mi tía escuchó la noticia de su muerte lo primero que dijo fue, ¡Ay, Dios mío, mi niña!  Mi niña era su única nieta, hija de mi prima hermana y su joven marido militar, el mismo que años más tarde la habría dejado por una mujer que podría ser su madre.  A las cinco de la mañana ya mi tía le estaba tocando la puerta a la exjefa del Partido para ver a su marido muerto.  Esa misma tarde le hicieron el velorio y postergaron el entierro por dos días en espera de que llegara una comitiva de la Capital o alguien de altos rangos en el Ejército Militar para rendirle altos honores al Capitán ahora Comandante.  La comitiva nunca llegó y la corona de flores blancas, rojas, y azules tampoco la enviaron vía Express . . . quien sí llegó al velorio fue una mulata hermosa, la amante del Capitán, pero eso mi tía nunca lo supo. Nadie quiso mancharle la honra a mi tío, el Capitán.

            Ya hace un año que se murió mi tío. El día del aniversario llamé a la Base Militar donde vive aún mi tía con mi prima y su nieta.  Me extrañó que me pasaran la llamada sin más . . . Era la primera vez en veintiséis años que hablaba con mi tía por teléfono y la llamada directa a la Base Militar me la dejó pasar la operadora internacional que habló en inglés, Hello, this is the international operator, can I help you? No sabía que en la base militar se les permitía hablar inglés, ni mencionar la palabra Dios, y mucho menos el nombre de Estados Unidos. Me contó que su nieta tiene ya seis años que a mi prima la operaron de la vesícula que todos están bien y que nos cuidemos mucho que no nos preocupemos por ellos no me pidió nada porque ella nunca me pide nada pero yo le avisé que el 26 de junio le había enviado un paquetico de comida con 2 lb. de arroz jazmín tailandés 2 latas de sardinas y como no pude enviarle cebollas porque se pudrirían en el camino le envié un sasón italiano unas galleticas y caramelitos de ositos para la niña tuve que sacar las salchichas porque pesaban mucho y no me podía pasar de las 4lb. y bueno le eché un ajustador y un creyón de labios violeta una sombra para los ojos un jaboncito de España una pasta de dientes ella me preguntó cuántos dólares pagué por el paquete y le dije tía no te preocupes más barato que por la Agencia ahora el correo americano nos deja enviar paquetes de 4lb.  Alcancé a oírla decir, ¡Ay mija! no gasten que nosotros estamos bien no se preocupen por nosotros cuidense ustedes.  La  llamada con tarjeta telefónica de dos dólares duró tres minutos y así fue como pudimos hablar todas esas cosas.

            El martes, primero de agosto, después de dos meses y pico de dar vueltas por aquí y por allá le llegó a mi tía el paquete de comida. El portero de la Base Militar fue a entregárselo personalmente y le dijo con voz amable, Buenos días señora, aquí le envían un paquete, de Estados Unidos.  Esa misma tarde a las seis menos cuarto mi tía se sentó frente al televisor de siempre con su plato de sardinas y arroz humeante en su regazo. Por el fondo de pajilla rota de aquel balance de caoba que le regaló mi padre el día de su boda se le salieron las nalgas pero ella nunca se percató de ese detalle ni tampoco del Boletín Informativo que el Noticiero Nacional acababa de pasar un día después de los hechos y un día antes de que el mundo internacional se enterase -- Atención queridos compañeros y compañeras de nuestra revolución, nuestro comandante en Jefe cede temporalmente su poder a nuestro querido Ministro de Defensa ya que ha sufrido un pormenor y debe someterse a una cirujía “secreto de estado.” Queridos Compatriotas queremos que recuerden en estos y todos los momentos nuestros principios revolucionarios y repitan con nosotros ahora mismo “Patria o Muerte, venceremos.”  

            Lo único que se escuchó en aquella sala semioscura de muebles envejecidos por el tiempo y la nostalgia fue el quebranto del balance y un estruendoso eructo que debió haber olido a sardinas con cebollas.

Magnolia Pérez Garrido nació en Marcané, Cuba (1968).  En 1993 obtuvo su bachillerato en Inglés: Artes Liberales en The College of New Jersey y en el 2004 su maestría en español en Villanova University, Pennsylvania. Durante sus estudios graduados en Villanova y posteriormente asistió a los talleres literarios del profesor y poeta chileno Carlos Trujillo y publicó algunos poemas en Casavaria (de Joseph Robertson) como Un adiós definitivo (2003), Pippa I y Pippa II  (2002).  Es maestra licenciada en educación secundaria (K-12) y actualmente trabaja como profesora adjunta en la Universidad de Rider, en Lawrenceville, New Jersey.

Naufragios incluyó un poema de Magnolia Pérez Garrido —"Todo pasa", de la colección inédita Poemas espirituales— en su edición inaugural, en primavera del 2009.

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