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Rafael Camarasa Bravo
Vol. 1, No. 2, Otoño 2009 : Cuento

Cosas de niños

La mujer se maquilla en el servicio, mientras su hijo de doce años la observa. Faltan veinte minutos para las tres de la tarde, y sus movimientos son apresurados.

—¡Defiéndete tú, cariño!— le dice al muchacho, que se ha quejado de que Iván, un vecino un par de años mayor que él y que va a su mismo colegio, lleva más de dos semanas haciéndole la vida imposible. —Yo no puedo estar siempre defendiéndote.
—Pero es que...
—No hay peros que valgan, Luis. Ya tienes doce años, y no te digo que te pegues con él ni nada de eso, pero ya es hora de que te hagas respetar. Además, seguro que no es para tanto.
El niño suspira y mira a su madre con cara de resignación. Es inútil que le cuente los detalles. Al menos, ahora. Se está preparando para marcharse al trabajo y no le prestará la debida atención. Y tampoco quiere que por su culpa se retrase.
-Vamos a darle una oportunidad. Si sigue molestándote me lo dices y hablaré con su madre, ¿te parece bien? -dice ella comprensiva.
-Como tú quieras.
-Venga, arriba ese ánimo que ya eres un hombre. Y date prisa que vas a llegar tarde al colegio.
A continuación le da un beso a su madre y sale hacia el recibidor. Allí recoge la mochila con los libros del colegio, se la pone a la espalda, y abre la puerta de la calle.
-¡Cruza por la pasarela! -grita la mujer desde el servicio, refiriéndose al pequeño puente que pasa por encima de la vía férrea que separa el barrio del colegio.
El niño baja las escaleras pensativo y en el rellano del tercer piso coincide con Iván, que en ese momento sale de casa. Es pelirrojo y tiene la cara llena de pecas. A pesar de tener dos años más, no le supera en altura. Ambos muchachos llevan idéntico uniforme escolar, compuesto por unos pantalones de tergal azul marino y un jersey verde con cuello de pico, del que asoma una camisa blanca y el nudo de una corbata negra.
Luis no dice nada. Cabizbajo, pasa por delante de su vecino y lo mira de reojo. Éste le sonríe como si maquinara algo y da un brusco portazo al cerrar. Uno detrás de otro bajan las escaleras, tanteándose en silencio. Iván, que va el último, comienza a lanzar con una goma elástica pequeños proyectiles de cartón, doblados en ángulo para tal menester. El otro se pone la mano en el cuello y emite una queja. Al alcanzar el rellano del segundo piso se detiene y, frotándose la nuca, se queda mirando con resentimiento al declarado enemigo.
-¿Qué pasa? -dice amenazante Iván, rodeando con sus manos los respectivos tirantes de la mochila que carga-. ¿Te ocurre algo?

El agredido aprieta los labios y no replica. Sabe que las hostilidades han comenzado y que otra tarde, como mínimo, habrá persecución. Sigue bajando las escaleras, pero esta vez más deprisa, de manera que al llegar al patio ha conseguido sacarle un trecho. Con premura abre la puerta y enfila la calle, caminando lo más rápido que puede. De vez en cuando, mira hacia atrás para ver cuánto saca a su oponente. No corre. Un orgullo herido que a la hora de la verdad siempre acaba perdiendo, le impide salir en estampida. Iván le sigue a unos veinte metros y no tiene prisa por darle alcance. Si Luis disminuye el ritmo, él también lo hace; si acelera, aprieta el paso. Le gusta jugar con él y verle andar sobre los talones; observar cómo se gira y muestra su nerviosismo.

-¿Luiiiis...? -grita de vez en cuando con sorna-. ¿Tienes prisa?

Luis cruza la calle sin mirar y obliga a un coche a detenerse. El sonido de la frenada le hace volverse y apercibirse de los gritos del conductor. Con la respiración agitada atraviesa el parque, desierto a esas horas, y se dirige hacia el descampado que lleva a las vías del tren. Conforme se acerca, nota que crece su ansiedad; sabe que poco más allá del puente que las cruza está el colegio, y en él su salvación: una pequeña aula que no se utiliza en el tercer piso y que Iván no conoce, donde muchas tardes, desde que se repiten las persecuciones, se refugia hasta el comienzo de las clases. La jugada está en llegar al colegio a cierta distancia del pelirrojo, y lo malo viene si no lo consigue.

Cuando está a punto de alcanzar las vías y, para ganar tiempo, piensa en cruzarlas sin utilizar el puente que queda a su derecha, siente sobre su hombro una mano que le hace detenerse.

-¿Adónde vas, imbécil? -pregunta Iván, prepotente.
Luis gira el rostro lo que puede y le replica con una leve muestra de valor:
-Tú adónde crees.
-¡Así que te haces el gracioso, eh! -dice, dándole un empujón.
El muchacho da unos pasos hacia delante por el impulso y se vuelve hacia el vecino, que lo contempla con media sonrisa en la boca. Otra vez sujeta con las manos los tirantes de su mochila, y la pose del cuerpo, echado ligeramente hacia atrás y con un pie adelantado, le confiere un aire chulesco.
-¿Por qué la tienes tomada conmigo? -pregunta lastimoso el niño.
-Porque me da la gana, ¿te parece bastante razón?

El chaval vuelve a apretar los labios y a contener la ira. Como en otras situaciones parecidas de las últimas semanas, no se atreve a dar un paso al frente. Hay una fuerza dentro de él que, en vez de convertirse en movimiento, lo atenaza e impide que plante cara a su enemigo.

-Dame todas las canicas que tengas -exige Iván con gesto serio.
-No tengo ninguna.
-Ayer en el recreo vi que tenías. Estabas jugando con los de tu clase.
-Pero hoy no las llevo. Me las he dejado en casa.

Iván se aproxima a él y le desliza los tirantes de la mochila por los hombros, haciendo que ésta caiga al suelo. Después lo pone bruscamente de espaldas y le pasa un brazo por el pecho, atenazándolo contra sí. Con la mano izquierda -la que le queda libre-, comienza a palparle el pantalón en la zona de los bolsillos. Da unos pequeños golpecitos en el derecho, pero no encuentra lo que busca. En el segundo intento, al otro lado, un sonido de canicas de cristal entrechocando surge del interior.

-Conque en tu casa, ¿no?
-¡No me las quites, por favor, son las únicas que tengo!

El chaval da una carcajada seca e intenta meter la mano en el bolsillo de su prisionero, pero el pantalón se le pega mucho al cuerpo y no puede. Lo intenta dos veces más sin éxito, y por fin suelta al niño.

-Dámelas -le ordena
Luis, que se ha girado y queda enfrentado a él, no reacciona. Le mira con desprecio y, de nuevo, ese algo que no se atreve a nombrar por vergüenza, y que transmite nerviosismo a sus manos y agitación a su pecho, paraliza todos sus músculos.
-¡Dámelas! -dice con violencia Iván.

A Luis le tiemblan las aletas de la nariz, y a su cabeza acuden las palabras de su madre sobre lo de hacerse respetar, pero una vez más se queda inmóvil. Resignado, con un nudo en el estómago, mete la mano en el bolsillo y coge las bolas que hay. Luego las saca, apretándolas en el puño, y mira su reloj: son las tres, la hora de entrada al colegio.

-¿A qué esperas para dármelas? ¡Vas a hacer que llegue tarde a clase! -grita Iván, que también ha mirado la hora en un acto mimético.

El chico abre su mano y muestra ocho canicas de cristal de diversos colores. A Iván se le iluminan los ojos y sonríe satisfecho. Henchido de gozo se acerca a tomar su botín, cuando Luis, con un rápido movimiento, las lanza hacia las vías del tren. Las bolas caen entre las piedras que separan dos traviesas, y quedan brillando bajo el sol de la tarde.

-¡Serás imbécil!-grita iracundo Iván- ¡Ahora vas a saber lo que es bueno!

Entonces se abalanza sobre el niño, le rodea con un brazo la cabeza y, haciéndole doblar el cuerpo hacia delante, le golpea varias veces en el pecho y el estómago, mientras éste forcejea sin convicción. Finalmente, lo deja y le propina una sonora bofetada.

-¡Eres un subnormal!-le espeta por último al muchacho, que ha comenzado a llorar.
Acomodándose la mochila que no ha necesitado quitarse en ningún momento, da la espalda a Luis y se dirige hacia las vías. Una vez situado en el lugar donde han caído las canicas, se agacha entre los raíles, dispuesto a rescatarlas. Casi al mismo tiempo, tras la curva que hacen las vías unos cincuenta metros antes de la pasarela metálica, el intermitente silbido de un tren anticipa su paso, aunque Iván no lo oye. Algunas bolas han quedado incrustadas entre los cantos afilados de las piedras y son difíciles de coger. Cuando el tren comienza a aparecer por la amplia curva, el maquinista vuelve a emitir la entrecortada señal acústica, como siempre hace en los pasos a nivel o en los tramos que, como éste, atraviesan las ciudades. Aún no ha visto al niño, y sólo al encarar la recta que hay antes del pequeño puente, que encuadra como una pantalla de cine lo que hay detrás de él, divisa a alguien que se yergue entre las vías y queda paralizado frente al tren. Con furia, con el corazón tan acelerado como el de Luis, que ve toda la escena desde el descampado y llora, y se pasa la mano por la cara enrojecida por el bofetón, el hombre hace silbar la sirena, gritando infructuosamente dentro de la cabina.

-¡Quítate de ahí! ¡Quítate de ahí!

Al pasar por debajo del puente el maquinista trata de frenar el tren, a sabiendas de que no evitará la catástrofe. Para detenerlo necesita una distancia superior a la que le separa del muchacho, que como el otro niño cuando él lo intimidaba, no acierta a moverse. Luis ha desviado su atención hacia las chispas que saltan de las ruedas de los vagones y que poseen el poder hipnotizador del fuego. Poco después, amortiguado por un sinfín de sonidos metálicos, escucha a su izquierda un golpe líquido y tajante, que le obliga a mirar en esa dirección y ver la mochila de Iván caer a unos metros de él. El tren sigue desplazándose y, poco a poco, va perdiendo velocidad.

Luis, acariciándose aún la cara dolorida, se acerca a la bolsa del pelirrojo y se agacha junto a ella. Antes, se seca las lágrimas con el puño del jersey y da un nuevo vistazo a su reloj: pasan ocho minutos de las tres, y su previsión se ha cumplido. Está literalmente reventada y, a pesar de que tiene algunas manchas de sangre, escudriña entre los papeles y los pocos objetos que quedan dentro. Cuando está a punto de desistir, un cristalino tintineo de bolas le lleva hasta un bolsillo interior con cremallera que ha resistido, donde encuentra lo que esperaba. Hay bastantes y al principio piensa en llevárselas todas, pero enseguida decide que solo cogerá ocho. Se las guarda en el pantalón, donde llevaba las otras, y se desentiende de la mochila del que ya no será su enemigo. Tras recoger la suya del suelo y sacudirla de polvo, se encamina hacia la pasarela que conduce al colegio. La gente, alertada por el frenazo intempestivo del tren, acude al lugar del suceso a través del parque y el descampado, y por el puente de metal al que Luis se dispone a subir con un agradable repiqueteo de canicas en su bolsillo. Una vez arriba, esquivando a los muchos curiosos que encuentra en sentido contrario y que corren para ver lo que ha sucedido, camina hacia el punto donde la pasarela se cruza con el tren, y allí se detiene. Apoyado en la barandilla, con una vista privilegiada desde la altura, controla durante unos minutos todo lo que ocurre a ambos lados de la vía férrea. Poco a poco, y a medida que se confirma la desgracia, el vocerío se hace más intenso y se desgrana en gritos estentóreos, en llamadas de socorro que solicitan una ambulancia o la ayuda de un médico, y voces que salen por las ventanillas del tren preguntando qué ha pasado. Algunas personas han descendido de los vagones.

Reconociendo a su paso a compañeros de clase, profesores y bedeles del colegio, que arrastrados por la curiosidad se cruzan con él sin verlo, recorre el tramo de puente que le resta y desciende por una escalera simétrica a la que antes subió. Con andar pausado y sin girarse ni una vez, atraviesa el pequeño solar que separa las vías de la escuela, desde el se puede ver de frente uno de los muros de ladrillo rojo que rodea el colegio. En otras circunstancias, para acortar, hubiera trazado una diagonal a la derecha, buscando la esquina donde la roja pared gira en ángulo recto, y comienza la calle en la que se encuentra la entrada principal, pero esta tarde anda en línea recta hasta el muro y luego sigue su curso, para aprovechar así su sombra y la de los árboles que asoman de dentro. No tiene prisa, y también es una forma de evitar las numerosas personas que, provenientes de la escuela y de la zona de edificios que hay delante, corren en dirección al puente.

Unos metros antes del portón metálico por el que se entra al colegio, y donde un conserje y algunos padres de alumnos parecen intercambiar noticias sobre lo ocurrido, el niño se detiene. En el pequeño parque que hay frente a la entrada, dos chavales que llevan el uniforme del colegio juegan a fútbol. Es la primera vez que los ve. Uno es espigado y el otro, el más bajo, muestra una incipiente obesidad. A simple vista diría que son de la edad de Iván y, por un momento, piensa que quizá sean compañeros.

Despreocupados de los acontecimientos, patean el balón como si no les importase otra cosa. Y seguramente sea así. Tras unos instantes de duda, cruza la calle y se acerca a ellos.

-¿Quieres jugar? -le pregunta el alto nada más verlo.
-Bien, pero yo me pongo de portero.
-La portería es del árbol hasta la piedra -le indica el larguirucho.

Luis se quita la mochila y la deja sobre el pedrusco para que ese lado de la portería sea más visible. De soslayo consulta el reloj y se da cuenta de que pasan más de veinte minutos de las tres, pero no le preocupa.

-El timbre aún no ha sonado -le aclara el gordo, que lo ha visto mirar el reloj-, hoy las clases empiezan más tarde. El tren ha frenado al pasar el puente, y casi todos los profesores han ido a ver lo que pasa. Los chirridos de las ruedas se han oído desde aquí.
-Ahí dentro están todos en el patio -dice el otro chaval.
-Yo he visto al director correr hacia el puente -añade el gordo.
-Mejor -dice Luis, adoptando la figura de un portero que espera la ejecución de un penalti. No sonríe, pero está contento. Ya no tendrá que correr más a refugiarse en el aula abandonada del tercer piso, mientras los demás aguardan en el patio a que suene el timbre, jugando al fútbol o cambiando cromos.
-¡Eh, tú! -grita el gordo- ¡A ver si me paras ésta!

El muchacho, que se ha quedado un momento pensativo, sonríe por primera vez y se tira a por la pelota. Aún no se ha levantado del suelo cuando el alto le pregunta:

-¿Tienes canicas?

A Luis se le congela la sonrisa y lo mira con desconfianza. El larguirucho lo observa serio. Lleva los brazos en jarra y su postura, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás y un pie adelantado, recuerda a la de Iván.

-Sí -le contesta con inquietud, al tiempo que se levanta y envía el balón al otro.
-Yo también -dice el alto, mostrándoselas-. Si quieres podemos jugar.
-Vale -asiente con alivio, y sus músculos se relajan.
-¿Oís eso? -pregunta ahora el gordo, señalando hacia el puente-. Es la sirena de una ambulancia.

Pero ninguno de los otros responde. Arrodillados ya junto al árbol, se disponen a empezar la partida.

-Tú primero -dice Luis al alto, y le hace una señal con las cejas.

El larguirucho se inclina hacia delante y tira una canica roja. Él, que ha sacado una de las de Iván, la besa antes de lanzarla.

-¿No oís eso? Es una ambulancia -vuelve a decir el gordo-. Debe haber pasado algo grave en las vías.
-¿Y cómo sabes que es una ambulancia? -replica el alto para tomarle el pelo-. Puede ser la sirena de los bomberos o la de la policía.

El niño, sin captar la broma, no tan lejos de la realidad como el larguirucho piensa, se encoge de hombros y sigue jugando con el balón. Luis, que en apariencia no oye ni la sirena ni a los muchachos, ve cómo su bola gira certera y golpea la del otro.

-¡Qué chamba! -exclama el largo.
-Sí -reconoce Luis, que no piensa en la casualidad que ahora ha guiado su puntería, sino en la que hace tan sólo un rato cuando estaba con Iván junto a las vías ha hecho que recordara, justo en el momento oportuno, que hay un tren que pasa a las tres y cinco, y que suele hacerlo sin retraso.
-Ahora se oyen más sirenas -dice fatigado el gordo, empeñado en dar patadas al balón sin que caiga al suelo-. Me juego la polla que son de ambulancia.

Instantáneamente, los otros dos niños se miran y comienzan a reírse. De las vías empieza a llegar gente con el rostro desencajado. Y Luis piensa que de algo han servido las veces que desde el aula del tercer piso, esperando a que todos entren en clase para salir y no ser descubierto, ha visto ese mismo tren pasar bajo el puente, emborronado por las lágrimas.

Rafael Camarasa Bravo, nacido en Valencia (España) en 1963, entre otros ha publicado los libros de poesía: Cabos sueltos (Ed. Cuadernos de Helena, Elche, 2003), Cromos (Editorial Denes, Valencia, 2007) y El sitio justo (Palabra Ibérica, Huelva, 2008). En narrativa ha publicado el cuento Mapas, ganador del Premio Flor de Cactus, de Gandía (Valencia, 1998), y el libro de relatos Feos (Editorial Denes, 2008), ganador del Premio Otoño Villa de Chiva de Narrativa Breve.

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