El motivo es ya conocido, repetido en muchas películas y en muchas novelas de estirpe romántico o aventurero: el 'everyman' que es a su vez estudioso, o auto-didacta, que porta pantalones khaki, camisa blanca, a veces algún tipo de pañuelo en la cabeza, y una mochila de lienzo y cuero. Es el que busca, que quiere descubrir, que apunta en un cuaderno escondido en el enigma de esa mochila las pistas que encuentra que le van llevando al momento en que lo desconocido o irreconocido viene a ser la verdad comprobada, si no simplemente un mundo más amplio de experiencia, dentro del cuál sabrá manejarse.

Cualquiera puede decir que tal sueño no debería ser, que el que busca es un soñador y un idílico, un lujurioso egoísta que no sabe poner los pies sobre la tierra firme, pero hay que pensarlo bien: si no pone los pies sobre la tierra firme, pero sobrevive a su manera, ¿será que sabe cómo levitar, mantenerse libre de la gravedad cotidiana de masas, ser y ver más y decir verdades, tal como exigiría el oficio de soñador que aparentemente ha elegido, queriendo? Da constancia a la imagen del que busca verlo así: no sólo busca por compulsión, sino que busca sabiendo que en la búsqueda, hay algo de valor.

El que sueña imposibles, que explora selvas o desiertos, que busca la proverbial aguja en un montón de paja, el que se viste del color del arena y sale cada mañana a los mares secos de los desconocido, el que se dedica a inventar o a encontrar el color que pueda venir con la quema de una intensidad árida o con las insondables sombras ricas de una selva, el que pretende acercarse a todo aquello tan inmenso, y entre su imposible enramaje metafísico, trazar las huellas de otros seres anteriores o de posibles curas y revelaciones, ¿no será que en el fondo tiene algo, y hasta mucho, que contribuir a nuestra visión tantas veces tan pobre de quiénes somos y por qué?

Todos vivimos en el desierto, la infinita extensión del infinito que no podemos alcanzar con el conocimiento, o sea, que el ser humano, por inteligencia y por debilidad en su condición natural, depende siempre de los demás seres humanos para lograr un nivel de conocimiento —el que consideramos mínimamente humano, y otros más avanzados— mucho más amplio que lo que una vida de experiencia directa pudiera proporcionar.

Los aventureros y los soñadores representan la vanguardia, son pioneros, los que más posibilidad tienen de descubrir a favor nuestro cómo ver el significado y la topografía de lo antes no visto, y cómo hacer de tales terrenos, aparentemente yermos, oasis fértiles y jardines de bienestar y conocimiento, expansiones del ámbito de actividades humanas.

Solemos situar al aventurero, al buscador, al que ansía encontrar más de lo que le han dado, aunque eso sea mucho, en la periferia: es conveniente creer que ese personaje debiera estar siempre en los límites porque ese es su oficio, pro no se suele reconocer el porqué de nuestra reticencia ante el buscador: viene de un deseo de mantener, de resguardar y equilibrar lo que es lo conocido, lo cotidiano. Y ese instinto, si se puede llamar así, o mejor dicho, esa preferencia instintiva, tan vinculada a la idea de la supervivencia, nos impide ver que el buscador no está siempre en la periferia, y que también tiene derecho de estar en el centro.

Peor que periféricos, o irreales en su ensueño, solemos tratar a los qu sueñan, buscan o encuentran nuevas realidades, no sólo como imprevisibles y extraños, sino como peligrosos, y ahí está el error peligroso del asunto: maltratar a los que nos dan el mundo del conocimiento, como si tuviéramos derecho a vivir una sola, exclusiva e imparable realidad sin cambios, sin adaptación, sin lo incómodo de lo múltiple.

El cambio es el comienzo, el comienzo raíz y la raíz la validez del vuelo del momento que pasa volando: de estas conexiones, de este tejido, de esta ondulación de las superficies, no podemos escaparnos: la figura del buscador, del que o ingenua o ambiciosamente —eso importa menos que la autenticidad de su búsqueda y su fidelidad a los indicios— sale a la arrasadora tormenta de arena y sorpresa para encontrar un hilo más, es el epicentro de la experiencia humana, la semilla que se cultiva en todo intelecto con el fin de estar más al tanto, más cercano, más conectado con lo que nos rodea en la potenciada vida terrestre.

Ser de ahí, de allá, ser otro, existir en la desubicación de mares, santuarios y monumentos, ser un tanto ajeno a lo de siempre, y así, poder ver: así es el trabajo de despertarse cada día, lejos del mundo de uno mismo, lejos de los quehaceres de un jardín con raíces profundos, buscando hacer tales profundidades con pinceladas de investigación y aprendizaje, conocimiento y reflexión. Hacer mundo es el trabajo del buscador, y tendríamos que reconocer que estas figuras no son mitos ni clichés, sino que son parte de cada uno de nosotros, y su vida es un servicio a nuestro bienestar. [c]

© 2007 Joseph Robertson

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