"Junto a los ríos de Babilonia nos sentamos llorando,
Al recordar a Sión..."
- Salmo 137

Para ser alguien muerta, mantenía su viva presencia en todos lados. Su imagen brincaba y retozaba ante los ojos cansados de María todo el día entero, y el eco de su voz retumbaba, rebotando de las paredes de la casa tan vacía.
"Estás muerta. Eres un asunto cerrado, una puerta que no volveré a abrir, y has salido de mi corazón para siempre. No te volveré a ver."
Habiendo dicho eso, María regresó a sus quehaceres. Tenía mucho trabajo: su pequeña vivienda se llenaba diariamente con viajeros en ruta al sueño americano, viajeros hambrientos que llenaban sus estómagos con arroz y huevos con chile, y sus botellas con agua antes de emprender vuelo.
Como mucha gente en Juárez, María debía su estabilidad a esta población flotante, personas desconocidas en tránsito a un destino incierto. Juárez, el purgatorio, lugar de paso entre la desesperación y la gloria. Juárez, el purgatorio, donde las almas penaban a veces mucho más tiempo que lo planeado cuando las cosas no salían...
"Nos va a ir muy bien, Ma. A Gilberto le prometieron un buen jale. Te vamos a mandar dinero, mucho dinero, y ya no tendrás que trabajar." Su hija estaba llena de ilusiones.
María sabía. Lo había visto mil veces. Los polleros eran unos ladrones. En su misterioso territorio entre territorios, prometían invisibilidad y seguridad. Aseguraban la llegada fácil a un futuro lleno de dólares. Pero no eran los dueños de la mercancía de confianza que vendían tan caro. No les importaba jugar la vida de otros una y otra vez, y cuando perdían, pues de todos modos cobraban.
"Cobran en sangre, hija. No te dejes engañar. Es muy peligroso..." María se sacudió con violencia, casi tirando la olla de frijoles encima de los comensales. "Perdón." No tenía caso hablar con los muertos, y menos acordarse de ellos. "El que por su gusto muere..."
Muerta. María dudaba mucho que su hija entendía el alcance de la muerte. Estado de nunca volver. Fin. Sin futuro, sin procedencia. Sin descendencia.
"Es mejor así," se aseguraba. "No tiene caso estar viviendo con la zozobra por alguien que no va a regresar."
Pero le costaba resignarse. Mucho más que lo que hubiera pensado. La sombra de su hija le perseguía de sol a sol, y el recuerdo de sus gustos y disgustos, los detalles de pequeños momentos insignificantes de su prodigiosa vida (ay, ¡cuánto la quería!) la atormentaban constantemente. Era muy difícil enterrar a alguien que rehusaba con tanto vigor morirse dentro de ella misma.
Cuando Nayeli conoció a Gilberto, María había sido consecuente, conciente que una joven tenía derecho a enamorarse. Después de todo, ella misma la había preparado para su felicidad futura al lado de un príncipe. "Como tu padre. El sí que fue todo un príncipe, tirando a rey." El hecho que Nayeli no conoció a su progenitor lo hacía fácil portador de un ensarto de virtudes masculinas, y modelo real de lo que debe ser el marido ideal.
María, cuyo recuerdo personal del papá de Nayeli yacía en las sombras de un recuerdo vacunado y estérilmente libre de dolorosas asociaciones, lamentaba ver que Gilberto no llegaba a sus expectativas como el yerno perfecto.
En primer lugar, no era de Juárez. Su familia estaba en algún otro lugar, y él carecía de la costumbre tan loable de pedir permiso y opiniones a los demás antes de actuar. El...actuaba. Moviendo el tapete. Su actividad viril y pujante se metió entre María y Nayeli como espada, cortando lazos delicados y sentimentales.
"Fue su idea, maldito sea. Vámonos al norte. Sin pensar en ella. Sin pensar que tiene una madre:"
Le costaba respirar. El dolor la consumía. Aún cuando llegaron cartas del otro lado, no sucumbía a la tentación de levantar el luto forzado. Las abría. No tenía miedo. Es más, rompía los sobres con la salvaje desesperación del muerto de hambre, buscando sustento para alimentar su pena.
"Mamá, vivimos en una casita con dos recámaras. Estamos muy contentos, porque ganamos 40 dólares al día entre los dos. Te extraño..."
"Mamá, compramos una carcachita para ir al trabajo. Hace mucho frío. Mándame la receta para hacer pescado a la veracruzana. Te quiero mucho..."
"Mamá, aquí te mando un giro por 100 dólares. Cómprate algo que necesitas. Te adoro..."
"Mamá, te tengo una gran noticia. ¡Vas a ser abuela! Vamos a tener un hijo. Tengo un buen doctor aquí-"
Muerta. Más que nunca. María empujó a Nayeli al nunca jamás con una fuerza nacida del claro entendimiento.
Su hija iba a ser mamá en un lugar extraño, desprovista de los cuidados de ella, su propia madre. Iba a tener un nieto sin poderlo abrazar. Su propia sangre iba a repetirse en las venas preciosas de un niño desconocido e inalcanzable para ella. Para siempre.
Porque ya habían cortado el cordón umbilical que conectaba a Nayeli y ella. Sin papeles, Nayeli y Gilberto no arriesgarían una visita a México, y menos con un hijo que podría enfrentar situaciones peligrosas.
Vida nueva entre la muerte. Quemaba y ardía con una flama implacable, calentando los huesos. UN NIETO.
María sacó el sobre de la basura y lo volteó, buscando la dirección. "Por pura mera curiosidad," se dijo. "Por si acaso..." La vieja puerta del zaguán empezó a rechinar sobre sus bisagras.

© 2004 Margaret McGavin de García

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