Inicio
¿Quiénes somos?
Contacto
Entregas
Calendario
Números
Librería

Cristián Vila Riquelme
Vol. 1, No. 1, Primavera 2009 : Ensayo

Omar Khayyám, el cuerpo del deseo y la anulación del tiempo

En la Torá Lot es emborrachado por sus hijas para poder yacer con él. Historia de vino y de incesto y de sobrevivencia, luego de la destrucción de Sodoma y de los hombres que podrían haber prolongado la familia de Lot; todo eso bajo los ojos de Dios o, tal vez, deberíamos decir: bajo los ojos cerrados o entrecerrados de Dios. Es una larga historia. Los griegos tenían, entre sus dioses, a un dios extranjero, fragmentado, desmesurado y extremo que se llamaba Dionisos —el crucificado, según maese Nietzsche. Este dios fue despedazado por los Titanes cuando era un pequeño de pocos meses, y donde cayó su sangre surgió un granado —fruto fragmentario como pocos. Luego, Dionisos logró reconstruirse y huyó al fondo del mar, donde su madre Tetis lo acogió por un tiempo. Después volvió a la tierra propiamente tal en gloria y majestad, aterrorizando los lugares por donde pasaba con sus célebres ménades gritando “Evohé, evohé, evohé”, mientras la sangre y el crimen y la esperma y los flujos y la orgía hacían de las suyas, fragmentando y destruyendo y metamorfoseándolo todo a su paso. El discurso o el orden del discurso de la polis o de la seguridad eran puestos en jaque y despedazados, tal como Dionisos lo fue por los Titanes. Era la fiesta de la naturaleza —léase, al respecto, ese hermoso texto que es El Origen de la Tragedia, de maese Nietzsche, ya nombrado—, ese lugar de nadie más que de madre natura, donde el Bien y el Mal no existen, y sólo hay lugar para la ocurrencia, para lo aconteciente, y ahí te las quiero ver. Sin embargo, una invención humana tal como la Ética, y que nada tiene que ver con la Moral de los sacerdotes —normativa y siempre eclesiástica—, se abre paso con sus afirmaciones y sus maravillamientos, porque, en realidad, la Ética es una cuestión de sorpresas y de concatenaciones, en las cuales el Otro no es sólo parte dialogante sino que, sobre todo, parte propositiva y admirable en lo que todo aquello tiene de otredad, diversidad, descubrimiento y, sobre todo, de encantamiento. En ese sentido, la vida como tal, con toda su desmesura y toda esa fuerza que hace que siempre se esté abriendo paso, aún en los momentos y lugares más inverosímiles, nos ofrece la posible plenariedad en cada uno de los recovecos del deseo y de la sensualidad. Deseo y sensualidad que se transforman en los dispositivos inalienables de toda sociedad humana aún en la inocencia o en la rebeldía de la no religiosidad, llámese esta última —la religiosidad— moral objetiva, razón de Estado, historicidad, temporalidad, patria, capacidad de sacrificio o globalización. Tenemos muchas estafas en donde elegir.

Los pueblos mediterráneos (y sus coterráneos persas, por ejemplo, y que se han dado por llamar medio orientales), entre los cuales, se podría decir, nace lo más importante de la civilización occidental —léase, el prurito del sacrificio, por la culpa, por la deuda, o la radicalidad represiva, por el resentimiento, por el ascetismo, por el anatema, etc.—, pero cuya característica más evidente, la de estos pueblos, es una sensualidad y una intensidad a toda prueba en lo que respecta a su aparato narrativo y expresivo —musical, narrativo, corpóreo—, con los delirios que eso implica, con los excesos que eso implica —baste ir a sus dioses de la antigüedad, a sus ritos de esa antigüedad, a los mitos que aún los circundan a pesar de Pablo y sus epístolas, a pesar del Corán y de los ayatolá mayores o menores—, mantienen, a pesar de la represión de sus sacerdotes, una especie de lenguaje ya no secreto, sino que de doble lectura —como los cabalistas—, donde todo es posible y la naturaleza, la vida y el ser humano en todo lo que tienen de excesivo e imperfecto, se abren paso inatacables e inabarcables. El mismo Salomón en El Cantar de los Cantares, derrocha una sensualidad terrenal, corpórea, que goza en los placeres de este mundo como una ofrenda infinita, como nos dice, por ejemplo, en el “canto quinto”:

He venido a mi huerta, hermana mía, Esposa,
he segado mi mirra con su bálsamo,
he comido panal con mi miel que destila,
he bebido mi vino con mi leche.
Corred, amigos míos, y bebed:
embriagaos, carisimos.

Y aquí la embriaguez es como la embriaguez dionisíaca o baudeleriana: una exacerbación de los sentidos, un adentrarse más en los secretos o enigmas de la vida y del azar, en lo que puede el cuerpo y el cuerpo del deseo. El resto lo dejo al gusto de cada cual, a su propio goce, pues me interesaba la definición de algo que siempre se presta no ya a malentendidos sino que a literalidades. Baudelaire ya nos decía que cuando él bebía vino o fumaba su haschich ya estaba embriagado por la experiencia que significaba el escribir poesía. Es en ese sentido que el vino de la experiencia poética es más que el mero líquido bebido por los catadores o los alcohólicos. El vino poético, por decirlo así, es el cuerpo del deseo que conduce a la anulación del tiempo. Ya volveré sobre esto.

Ahora bien, sabemos, desde siempre, otros desde hace un tiempo a esta parte, algunos sencillamente no lo saben, que las cosas no son como parecen ser. Wittgenstein, maese Wittgenstein, ya lo dijo alguna vez: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Poniendo en duda, definitivamente, todos los parámetros y los paradigmas que nos hicieron vivir tan seguros, aunque con pies de barro, durante tanto tiempo —no olvidemos tampoco esta otra proposición wittgensteiniana: “we are satisfied that the earth is round”, “nos satisface de que la tierra es redonda”. Otro tanto hizo el físico cuántico Heissenberg con su Principio de Incertidumbre y que, como siempre, los poderes no sólo no entienden sino que creen que pueden ocupar esos descubrimientos para sus propios fines: ahí tenemos la paradoja de que el Tercer Reich haya ocupado a Heissenberg como una de sus mentes más brillantes en la absurda y destructiva carrera por obtener la bomba atómica, sin percatarse siquiera que ese Principio echaba por tierra no sólo las leyes de la física tradicional sino que las pretensiones mismas de la ideología nazi. Vaya a saber uno por qué estas paradojas hacen nuestro mundo.

En ese sentido, nuestros genios —de la lámpara o de la botella, como ustedes quieran—, aquellos que amamos y admiramos, siempre se burlarán de lo estatuido, de los poderes en boga, del tirano de turno. Sí, claro, a Esopo lo despeñaron por orden del tirano. Pero tenemos lugares y países virtuales o literarios construidos por estos rebeldes que nos siguen inquietando y revelándonos el mundo y esto que somos. Las Mil y Una Noches, con todo su despliegue de paradojas, de vida y de sueños, de sensualidad y de rebelión hacia las pasiones tristes —como diría maese Spinoza—, porque Scherezade narra e inventa y se expresa para vivir y para hacer vivir, con su despliegue de mentiras, fantasías, engaños y arrumacos, como debe de ser, es un emblema de lo que la mediterraneidad es y sigue siendo, de lo que lo pagano sigue siendo, de lo poco y nada que ha podido entrar en nosotros la religión de la culpa y de la deuda, de lo que el cuerpo —zona en la cual se ejerce el castigo, precisamente porque el cuerpo expresa y detona muchas cosas— puede proponer y salvar porque un cuerpo es muchos cuerpos, según la proposición spinoziana. Allí también, en esa zona, en esos parajes, se instalan los Cuentos de Canterburry y El Decameron, por ejemplo, todos ellos tan bien llevados al cine por nuestro amado Pier Paolo Pasolini en una trilogía que llamó, no por nada: Trilogía de la Vida. Allí también se instala Don Quijote de la Mancha. En sus delirios, en sus deseos polimorfos, en sus rebeldías, en su construcción en abismo. Es el enamorado que cae, cae, cae y vuelve a la carga sin importarle los costos con tal de desfacer entuertos en nombre de su bienamada Dulcinea. Y allí, naturalmente, en esa zona infinita, está la poesía que ahora nos ocupa, los Rubaiyat (que quiere decir “cuartetas”, plural del vocablo persa rubá-i, para quienes pueda interesarles), del poeta y astrónomo persa Omar el Khayyám, nacido supuestamente en el año 1040 o 432 de la Hégira y fallecido en el 1123 o 517 del al-Hegir ya nombrado. Aunque hasta hoy, nadie está completamente seguro de cuántas fueron las auténticas Rubaiyat, al menos se han puesto de acuerdo en unas 250 y que en la traducción de José Gibert y Diego Navarro comienzan con:

Despertaos, despertaos, durmientes, que la aurora
arrojó ya la piedra al piélago nocturno
ahuyentando a los astros, y el Cazador de Sombras
prendió en un haz de luz la torre del silencio.

Y finalizan con:

Y cuando con pie leve pases junto a ese puesto
que he dejado vacío entre los comensales
alegres, que han de ir a gozar en el césped,
bebe por mi intención una copa de vino.

Es decir, comienzan con un grito directo a la conciencia humana, demasiado humana, siempre adormecida y mecida en la resignación y el conformismo. Ese Despertaos khayyamiano es al mismo tiempo augurio de algo nuevo, de un mirar completamente nuevo el suceder del mundo (“el Cazador de Sombras/ prendió en un haz de luz la torre del silencio”), y de una afirmación sin vueltas de lo aconteciente y del sin sentido que existe allí donde la obsesión por la producción del sentido olvida todo lo que realmente define a la naturaleza y a la vida (“que la aurora/ arrojó ya la piedra al piélago nocturno”). Y finaliza con una especie de reconocimiento del movimiento perpetuo heracliteano donde el miedo a la muerte no tiene lugar y donde el perpetuum mobile sólo es motivo de regocijo y de afirmación (“entre los comensales/ alegres, que han de ir a gozar en el césped”), es más, tal como en el Canto de la Tierra de Gustav Mahler (“schon winkt der wein im goldnen pokale”, “el vino reluce ya en la copa de oro”) —de filiación directa con el canto khayyamiano, qué duda cabe— se levanta la copa para celebrar la ofrenda (“bebe por mi intención una copa de vino”).

Porque la poesía de Khayyám es pura afirmación dionisíaca, y quien crea encontrar en él sólo un largo lamento por nuestra condición efímera y tan alejada de la divinidad no habrá dado con la mirada del poeta que es, por el contrario, un intento de convencernos que no hay sólo motivo de angustia ni de desesperación en esa cortedad de la existencia y en ese silencio de Dios, sino que de regocijo por las ofrendas que ella nos otorga —la vida y el amor— y que, de algún modo, son una prueba de la eternidad de las cosas y del movimiento:

Ya que la vida pasa, qué más da si es amarga
o si es dulce? No importa donde esté cuando llegue
el fin. Bebe, pues. Goza, que después de nosotros
la luna ha de morir y nacer muchas veces.

Como astrónomo y matemático, Khayyám se da cuenta de nuestra ínfima condición en medio del cosmos, del universo. Observa como las cosas pasan, se transforman, se imbrican y, por ello, de nuestra absurda pretensión de querer dominarlo todo y de establecer una salvación que sólo existe porque habría algo que curar (“No importa donde esté cuando llegue/ el fin”). Es decir, de esa infinita capacidad de inventar nuestros propios yugos, de aherrojarnos en la culpabilidad y en el martirio, siendo que la plenariedad está aquí, en lo efímero y en el goce, en el ser capaces de asumir la ocurrencia y el movimiento perpetuo de las cosas (“Bebe, pues. Goza, que después de nosotros/ la luna ha de morir y nacer muchas veces”). No me parece que en esa continua interrogación sobre los enigmas del universo, del ser y de la vida, Khayyám haya caído en una especie de amargura sin vuelta, en un escepticismo cercano al nihilismo, en el aborrecimiento de la vida tan querido de sacerdotes y de tiranos de todos los tiempos. La lectura de sus rubayatas deja otra sensación, un sabor equívoco cercano a la gran carcajada nietzscheana: la vida es efímera, sí, el silencio de la divinidad no nos arregla las cosas, no cabe duda, y los paradigmas y leyes y cánones de conducta sólo nos envenenan la vida y nos chupan la energía, pero en el lúcido comprender de lo que somos como parte ineludible de la naturaleza y del perpetuum mobile nos acerca mucho más a la plenariedad de las pasiones alegres. Y todo aquello que nos es ofrendado, aunque sea aquello que nos embriaga, si es un canto a la vida y al amor, bienvenido sea:

Entre impiedad y fe tan sólo un soplo existe,
así como también separa un simple soplo
dudas y convicciones. Goza el soplo presente,
que está la vida entera en el soplo que pasa.

Lo que no quiere decir que no haya espacio para la tristeza y la melancolía, pasiones estas que no pueden dejar de existir porque la vida se mueve entre luces y sombras, amén de los preceptos totalitarios que los amos nos imponen o tratan de imponernos. Meditemos, solamente, en estos versos de la poetisa china del siglo II, Ts’ai Yen, con los cuales comienza sus Dieciocho compases cantados en la trompeta de los Hunos: “Mi vida comenzó sin sombras,/ pero la desgracia visitó mi país”. Y no es sólo el paraíso perdido de Milton ni el de Georg Trakl, que en el fondo es la patria de la infancia —Kaspar Hauser. Uno también vive y sobrevive con sus penas y sus nostalgias, porque el tiempo, esa otra invención humana erigida de tal manera que nos sintamos culpables o perdidos, está allí para recordarnos que la infancia queda atrás, que toda felicidad, si esta existe en toda su plenitud, dura lo que un soplo o una rosa en el jardín:

Natura crea la rosa y la destruye luego,
tornándola a la tierra. Si polvo en vez de agua
aspirasen las nubes, hasta el último día
del mundo, llovería sangre de enamorados.

Sin embargo, es posible de anular el tiempo, dejar las delicias de la temporalidad ahogarse en su propia bilis:

En el prado que llega a la orilla del río
que sabe nuestros sueños, túmbate dulcemente.
Tal vez su césped haya surgido de algún cuerpo
que en otro tiempo fue perfectamente hermoso.

En ese sentido la huella, la impronta de lo que fue, de lo que pudo haber sido, es aquí pura anulación de la temporalidad y abre el tiempo hacia la multidireccionalidad y por lo tanto a la desculpabilización permanente. Y no importa aquí que la presencia de la muerte esté por todas partes, porque vaciada de su componente de culpa y de deuda, sólo forma parte de lo que somos, en la eternidad de lo aconteciente:

¿Quién sabe si esa flor que nace en la ribera
del arroyo procede de unos corruptos labios?
Cruza pronto ese césped. Surgió tal vez del polvo
de un rostro juvenil que fue como la rosa.

“Surgió tal vez del polvo/ de un rostro juvenil que fue como la rosa”. El misterio de la rosa y la huella terrenal, palpable de lo que fue y que sigue siendo por esa posibilidad corporal de palparlo, casi como los katunes de los mayas. Siempre encontraremos en Khayyám la intuición que el barro o el metal con el que se hacen las copas, el césped donde nos tendemos a mirar la infinitud de las estrellas mientras bebemos vino, el mismo vino que sale de la vid, está formado por nuestros cuerpos y, por lo tanto, por nuestro deseo. En esa huella anónima aunque indeleble se hace aún más clara la eternidad y la anulación del tiempo:

El vaso que me habló de esta forma ¡quién sabe
si fue en lejanos tiempos una alegre criatura
y sus labios, en donde posé los míos, cuántos,
cuántos besos habrán dado ya y recibido!

O este otro:

¿Hemos de pensar siempre en rezos y en ayunos?
Aunque debas un día acabar mendigando,
en la taberna embriágate. ¡Oh, Khayyám! Bebe vino,
pues harán con tu polvo copas, cuencos y jarras.

Y con este “Bebe vino,/ pues harán con tu polvo copas, cuencos y jarras”, regreso a la noción de la embriaguez como un atisbo de la eternidad, no en la mera embriaguez del beodo sin vuelta. De hecho, Khayyám lo dice en una rubayata traducida, esta vez, por el escritor brasilero Christovam de Camargo:

No bebo vino
por el simple gusto
de emborracharme,
ni por vicio,
falta de fe
o con idea
de ofender a la moral,
como pregonan los hipócritas
en el palabreo de sus sermones.
Quiero apenas respirar,
olvidar mi alma.
Solamente por eso
bebo y me embriago.

“Quiero apenas respirar,/ olvidar mi alma” nos lleva, en realidad, a un estado de inmersión en el acontecer perpetuo de lo dionisíaco, me olvido así del tiempo, de la temporalidad, y a través de ese olvido del alma, de esa especie de Super Ego donde la razón actúa y redime y otorga sentido, olvido que anula la temporalidad, puedo al fin respirar porque, como nos dice sabiamente nuestro Jorge Teillier, eso es lo único verdadero, el que respiremos y dejemos de respirar. Los poetas, los verdaderos poetas, no beben sólo por el placer de los sentidos, y que ya es bastante, o por una herida profunda que no puede cerrarse, y a lo cual nada puede reprocharse, sino que beben por esa especie de éxtasis que ocurre en esa delgada línea entre la lucidez y el olvido del alma. Volvemos así al fragmento que somos, a la disgregación del yo y a la multiplicación de los cuerpos que conforman la materia de este mundo —una suerte de eterno retorno, en suma. Por otro lado, o por el mismo, quién sabe, no hay que olvidar que la copa, la jarra, el ánfora, son también el cuerpo de la mujer amada, de todas las mujeres. La embriaguez, por esto, es también femenina en el sentido que lo femenino, el aroma de mujer, embriaga, y a través de ella se llega al éxtasis de lo terrenal, de lo misterioso, de la sangre y de la fertilidad, de las fuerzas profundas de la naturaleza —de lo dionisíaco, por excelencia—, y allí el cuerpo del deseo y la anulación del tiempo juegan en toda su extensión, eternamente. Terminemos, entonces, con estas dos rubayatas, esta vez en la versión de Gibert y Navarro:

22.
Créeme, bebe vino. El vino es vida eterna,
filtro que nos devuelve la juventud. Con vino
y alegres compañías, la estación de las rosas
vuelve. Goza el fugaz momento que es la vida.

203.
Preferible es beber buen vino, y de mi amada
gozar de la hermosura, aunque por breve tiempo,
a esperar lo que acaso no será. Que más vale
una ruin posesión que una gran esperanza.

Cristián Vila Riquelme...
Todos los textos y contenidos copyright © 2009, Naufragios o autores nombrados
Archivos de NAUFRAGIOS
Archivos de POESIA de Naufragios
Archivos de CUENTO de Naufragios
Archivos de ENSAYO de Naufragios
Archivos de ENTREVISTAS de Naufragios
Archivos de ARTE VISUAL de Naufragios