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Luis Alberto Mancilla
Vol. 1, No. 1, Primavera 2009 : Cuento

LA MALA COSTUMBRE DE LEER

 El equilibrista Ceferino Díaz cumplió su promesa pero no vivió para contarla. La noche del martes en Boite y Salón de Baile “El Galpón” mientras celebraba su cumpleaños le prometió a un grupo de amigos del Gran Circo Frankfurt, donde trabajaba caminando por la cuerda floja, que al amanecer haría la hazaña más arriesgada: “Nunca antes vista en parte alguna del país, del continente ni en todo el mundo conocido”; dijo entusiasmado por su borrachera. No adelantó más detalles. Siguieron vaciando la ponchera de pisco con cuatro bebidas y bailando los boleros de Lucho Barrios, las cumbias de Luisín Landáez, los corridos de los hermanos Bustos, y era el busto de Soraya lo que más entusiasmaba esa noche al equilibrista Ceferino Díaz, pero la plata sólo alcanzaba para pagar el trago, no la acostada.

A las seis de la mañana, el alcohol de la celebración ya había llenado de neblinas el cerebro y destruido las barreras de la timidez. A gritos pidió a sus amigos de parranda que lo acompañaran; y caminó hasta la estación de ferrocarriles. Subió los ocho metros de uno de los postes que soportan las líneas de alta tensión. Haciendo ostentación de su buen equilibrio caminó sin problemas sobre el cable tenso, la hazaña concluyó bien. Sus amigos celebraron con aplausos y gritos de admiración tan grande proeza. Ceferino, equilibrándose sobre el extremo del poste de cemento, agradeció los aplausos con una reverencia. Me parece que fue en ese momento cuando recordó que en el bolsillo trasero de su pantalón llevaba un pequeño libro de la Colección Minilibros Quimantú Para Todos; creo era Aventuras de Arturo Gordon Pym de Edgar Allan Poe; y entonces surgió como relámpago la idea. Abrió una página al azar y leyendo en voz alta, comenzó el viaje de regreso. Caminaba por el cable de alta tensión gritando las palabras; y con la punta de sus pies tanteaba el camino, cuando estaba por llegar al otro lado, tartamudeo al pronunciar una palabra difícil, perdió el equilibrio, soltó el libro y para no caer, tuvo la mala ocurrencia de afirmarse con las dos manos del otro cable que le descargó tres mil voltios en el cuerpo.

Aunque algunos han dicho que fue una apuesta con otro amigo para decidir quien cancelaba el precio del amor de una de las niñas que esa noche acompañaron la celebración de su cumpleaños. El sargento escribió en el parte policial que murió por andar leyendo en voz alta.

 

FUIMOS HÉROES Y NADIE LO SUPO

Cuando escuché que en la zona de los canales al Navarino lo habían hundido en un ejercicio de tiro, me vino a la memoria la noche en Boite La Sirena cuando Ñaco, Cabeza de Camión, parecía el jorobado de Notredame detrás de su destartalada batería cantando; “y tu que te creías el rey de todo el mundo / ahora te tocó no más la de perder…” y en la penumbra de la sala de baile, iluminada con ampolletas pintadas para que alumbraran azules rojas verdes y dieran a la noche un ambiente sicodélico, yo bailaba pegadito a la Silvana, babeando sobre su escote, frotándome en su pubis; intentando engrupirla. Pero en un abrir y cerrar de ojos cambió la historia, la Silvana se fue con el Juanka atraída por su casaca de cuero y su jopo a lo Elvis Presley, y yo quedé más solo que Toribio el náufrago hundido en el pantano de la depresión, y ahogándome en piscolas masticaba mi rabia, en una mesa en el lado oscuro de la pista de baile. Casi había consumido un cuarto de una docena de piscolas y mi cuerpo flotaba en el limbo de la ebriedad cuando apareció el Frank con la noticia que había fondeado el Navarino, y llegaba de andar matuteando o sea con su bote recogiendo las mercaderías que tiraban al mar los contrabandistas que regresaban desde Punta Arenas. Cuando la Silvana y el Juanka, en la mitad de la pista de baile, se  pegaban flor de atraque y Ñaco Cabeza de Camión desentonaba con “Hay amores que rompen el alma / y en la vida el engaño no tiene perdón…” yo conversaba con el Frank la manera de hacerme famoso y ganarme de una vez y para toda la vida el amor de la Silvana que media hora después se había ido con el Juanka, un gil de zapatillas Northstar y cinturón de cuero con hebilla de bronce.

-   Para de una buena vez ganarme el corazón de esta mina debería realizar una hazaña memorable. Algo que quede escrito en los libros de historia. Las mujeres han inspirado las guerras y las causas nobles. Le dije al Frank.

-   Es la pura y santa verdad, cumpa. Me contestó el huevón.

En ese instante se me cayó la teja y de un paragüazo apareció la idea inspiradora. Le dije vamos por unos tarros de pintura, una brocha gorda y una escalera; y un bote. Seremos héroes en este país de cobardes. Estaba por comenzar el toque de queda, ya cerraban La Boite La Sirena cuando nos fuimos zigzagueando por la calle principal de un pueblo desierto, y con sus negocios cerrados. Pasamos cerca de la vieja estación de trenes, esquivando calles por donde pasaran las patrullas que vigilaban la paz milicona de esos años.

 Cuarenta minutos después remábamos hacia el Navarino, un oxidado barco gris que fondeado en mitad de la bahía esperaba el cambio de marea para zarpar a Valparaíso. Con la excusa de darnos valor y espantar el frío bebimos media botella de Pisco Control, para no perder el ídem, darnos la valentía necesaria y realizar la hazaña que nos daría honor y fama, y también lograr el milagro de hacer que la Silvana se entregara mansita a mis brazos. Avanzábamos dejando caer suavemente los remos en el agua hasta llegar a un costado de ese barco que veinte y tantos años después la Armada de Chile en los canales australes hundiría en un ejercicio de tiro. Nos acercamos en silencio de noche sin viento, yo casi borracho y con esa pena grande borrándome el alma. En la popa de ese barco escribiría con grandes letras rojas, de chorreante pintura fresca aquel nombre que me haría recobrar el amor que ahora gozaba otro. Hazaña que con grandes titulares aparecería en los diarios de la ciudad y de todos aquellos puertos a donde fuera el Navarino llevando el nuevo nombre que escribiríamos en la clandestinidad de la noche.

 Hundidas en el mar imaginaba ver las enormes hélices de bronce de los motores mudos, y un cardumen de luminosas sardinas rayaba el agua perseguido por decenas de jureles hambrientos. Mientras Frank debajo de la popa del Navarino trataba de frenar el empuje de las olas y con los remos mantener quieto el bote, y yo casi borracho me equilibraba en una escalera colocada sobre un bote a remos en la mitad de la bahía. Era un fantasma ebrio subiendo a los oscuros cielos para borrar cada letra del nombre de ese barco, primero la N, luego la A y la V. Media hora tardé en llegar a borrar la ultima N, y borrar la O ya en sí fue un alivio. Vuelta a bajar y subir para escribir el nuevo nombre, lo más grande posible, con temblequeante caligrafía, y sembrar algo de justicia en este país acobardado. Impulsado por la ilusión que en cierto modo también era luchar contra la cobarde ignominia y la injusta tiranía que reinaba en esa época. Escribí lento y sin apuro, con una caligrafía de borracho feliz por tanta esperanza empeñada en tan memorable trabajo.

Cuando terminamos remamos a esperar el amanecer en la playa cerca del Mercado. Vaciamos la botella de pisco conversando de los amigos presos, recordando pichangas de fútbol y películas añejas que alguna vez vimos en el cine que ahora es un edificio abandonado. El tema de la Silvana era tabú. Al amanecer semidormido y casi congelado por la borrachera escuché los tres pitazos de despedida del Navarino que dejaba el puerto. Desperté al Frank y esperamos ansiosos ver pasar al barco dibujándose en el paisaje. Angustiados miramos su popa, se notaban las grandes, chorreadas letras rojas con las que en la semioscuridad escribí ese enorme nombre: Presidente Salvador Allende. Esa noche de borrachera y desengaños cambiamos el nombre de ese barco, realizamos el homenaje que nunca nadie hizo en esos tiempos de dictadura a un presidente que cada día los milicos enlodaban con mentiras. Fuimos héroes y nadie lo supo. Hoy cuando cuento esta aventura se ríen en mi cara como si esa aventura fuera una invención de borracho.

Luis Alberto Mancilla, nacido en Castro, Chiloé, Chile, el año 1956, es Profesor de Matemáticas. Se inició en el trabajo literario como integrante del Taller Aumen. Ha publicado libros referidos a la cultura tradicional de Chiloé, Monografías en la revista Cultura de & desde Chiloé; y crónicas en el periódico de la ciudad. El año 2006 resultó ganador del concurso organizado por la Revista Patrimonio Cultural de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos de Chile; en el año 2007 con el conjunto de poemas: Los ojos bien cerrados o la Rabia Imaginaria obtiene mención especial en el Concurso Internacional Artífice de Loja, España.

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