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Se puede ir hablando, jugando o leyendo; algunas veces los empleados van escribiendo en un coche destinado a oficina. Una muchedumbre de viajeros llena los trenes y circula por todos los caminos. Las gentes se encuentran en los caminos con la misma frecuencia que en las calles de París, de Londres "y aun de Madrid". Toda Bélgica es una gran ciudad. Todo el mundo viaja con una facilidad extraordinaria. Frecuentemente se ve a una linda joven, "elegantemente vestida", penetrar en un coche del tren. Aun estando el carruaje lleno de hombres, no hay miedo de que nadie se desmande ni haga ni diga nada que pueda ofender o ruborizar a la viajera. "Lo que en un caso igual—escribe Lafuente—sucedería en España, lo puede suponer el curioso lector." De pronto el tren entra en un largo y elevado viaducto. "Espectáculo raro" es entonces ver el rápido convoy marchar por encima de los carruajes que allá abajo pasan por los arcos del puente. Otras veces el tren penetra en un túnel. "Imponente" es ese momento. El ruido de la máquina junto con el estrépito de los coches, resuena hórridamente bajo la bóveda; sólo acá y allá una lucecita rompe la densa oscuridad: pasan veloces en las tinieblas, rasgándolas, las chispas y carbones desprendidos de la máquina... Y, bruscamente, aparecen de nuevo la luz, el paisaje, el campo ancho y libre. [...] Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. Las tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con su ir y venir incesante—vaivén eterno de la vida—de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el barbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules. Tienen poesía las pequeñas estaciones en que un tren lento se detiene largamente, en una mañana abrasadora de verano; el sol lo llena todo y ciega las lejanías; todo es silencio; unos pájaros pían en las acacias que hay frente a la estación; por la carretera polvorienta, solitaria, se aleja un carricoche hacia el poblado, que destaca con su campanario agudo, techado de negruzca pizarra. Tienen poesía esas otras estaciones cercanas a viejas ciudades, a las que en la tarde del domingo, durante el crepúsculo, salen a pasear las muchachas y van devaneando lentamente, a lo largo del andén, cogidas de los brazos, escudriñendo curiosamente la gente de los coches. [...]

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Cuando en una semana se pueda recorrer toda Europa, conoceránse mejor los nacionales de todos los países, podrán unirse todos con otros vínculos distintos de los de una falaz diplomacia. Se establecerá entre todos una mancomunidad indisoluble de intereses, ideas y simpatías. "En fin—termina el autor—, será tan difícil hacer la guerra como es hoy mantenerse en la paz; y los pueblos, tendiéndose las manos, serán felices merced a los caminos de hierro."

de LOS FERROCARRILES
del libro CASTILLA
azorín