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As many as half of all known languages may die out during the next century, along with vital language-specific concepts. [Full Story]


Este libro está disponible en una edición nueva de Linkgua US, en colaboración con Casavaria...
BASES Y PUNTOS DE PARTIDA PARA LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA DE LA REPÚBLICA ARGENTINA
"LA ORIGINALIDAD CONSITUCIONAL ES LA ÚNICA A QUE SE PUEDA ASPIRAR SIN INMODESTIA NI PRETENSIÓN" (1ª EDICIÓN—1852)
6 julio 2006 :: Juan Bautista Alberdi

I Situación constitucional del Plata

La victoria de Monte Caseros por sí sola no coloca a la República Argentina en posesión de cuanto necesita. Ella viene a ponerla en el camino de su organización y progreso, bajo cuyo aspecto considerada, esa victoria es un evento tan grande como la revolución de mayo, que destruyó el gobierno colonial español. Sin que se pueda decir que hemos vuelto al punto de partida (pues los Estados no andan sin provecho el camino de los padecimientos), nos hallamos como en 1810 en la necesidad de crear un gobierno general argentino, y una Constitución que sirva de regla de conducta a ese gobierno. Toda la gravedad de la situación reside en esta exigencia. Un cambio obrado en el personal del gobierno presenta menos inconvenientes cuando existe una Constitución que pueda regir la conducta del gobierno creado por la revolución. Pero la República Argentina carece hoy de gobierno, de Constitución y de leyes generales que hagan sus veces. Este es el punto de diferencia de las revoluciones recientes de Montevideo y Buenos Aires: existiendo allí una Constitución, todo el mal ha desaparecido desde que se ha nombrado el nuevo gobierno.

La República Argentina, simple asociación tácita e implícita por hoy, tiene que empezar por crear un gobierno nacional y una Constitución general que le sirva de regla.

Pero ¿cuáles serán las tendencias, propósitos o miras, en vista de los cuales deba concebirse la venidera Constitución? ¿Cuáles las bases y punto de partida del nuevo orden constitucional y del nuevo gobierno, próximos a instalarse? He aquí la materia de este libro, fruto del pensamiento de muchos años, aunque redactado con la urgencia de la situación argentina. En él me propongo ayudar a los diputados y a la prensa constituyentes a fijar las bases de criterio para marchar en la cuestión constitucional. Ocupándome de la cuestión argentina, tengo necesidad de tocar la cuestión de la América del Sur, para explicar con más claridad de dónde viene, dónde está y adónde va la República Argentina, en cuanto a sus destinos políticos y sociales.

II Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su división esencial en dos períodos

Todo el derecho constitucional de la América antes española es incompleto y vicioso, en cuanto a los medios que deben llevarla a sus grandes destinos.

Voy a señalar esos vicios y su causa disculpable, con el objeto de que mi país se abstenga de incurrir en el mal ejemplo general. Alguna ventaja ha de sacar de ser el último que viene a constituirse.

Ninguna de las constituciones de Sudamérica merece ser tomada por modelo de imitación, por los motivos de que paso a ocuparme.

Dos períodos esencialmente diferentes comprende la historia constitucional de nuestra América del Sur: uno que principia en 1810 y concluye con la guerra de la independencia contra España, y otro que data de esta época y acaba en nuestros días.

Todas las constituciones del último período son reminiscencia, tradición, reforma muchas veces textual de las constituciones dadas en el período anterior.

Esas reformas se han hecho con miras interiores: unas veces de robustecer el poder en provecho del orden, otras de debilitarlo en beneficio de la libertad; algunas veces de centralizar la forma de su ejercicio, otras en localizarlo: pero nunca con la mira de suprimir en el derecho constitucional de la primera época lo que tenía de contrario al engrandecimiento y progreso de los nuevos Estados, ni de consagrar los medios conducentes al logro de este gran fin de la revolución americana.

¿Cuáles son, en qué consisten los obstáculos contenidos en el primer derecho constitucional? Voy a indicarlos.

Todas las constituciones dadas en Sudamérica durante la guerra de la independencia, fueron expresión completa de la necesidad dominante de ese tiempo. Esa necesidad consistía en acabar con el poder político que Europa había ejercido en este continente, empezando por la conquista y siguiendo por el coloniaje; y como medio de garantizar su completa extinción, se iba hasta arrebatarle cualquier clase de ascendiente en estos países. La independencia y la libertad exterior eran los vitales intereses que preocupaban a los legisladores de ese tiempo. Tenían razón: comprendían su época y sabían servirla. Se hacía consistir y se definía todo el mal de América en su dependencia de un gobierno conquistador perteneciente a Europa; se miraba por consiguiente, todo el remedio del mal en el alejamiento del influjo de Europa. Mientras combatíamos contra España disputándole palmo a palmo nuestro suelo americano, y contra el ejemplo monárquico de Europa disputándole la soberanía democrática de este continente, nuestros legisladores no veían nada más arriba de la necesidad de proclamar y asegurar nuestra independencia, y de sustituir los principios de igualdad y libertad como bases del gobierno interior, en lugar del sistema monárquico que había regido antes en América y subsistía todavía en Europa. Europa nos era antipática por su dominación y por su monarquismo.

En ese período, en que la democracia y la independencia eran todo el propósito constitucional; la riqueza, el progreso material, el comercio, la población, la industria, en fin, todos los intereses económicos, eran cosas accesorias, beneficios secundarios, intereses de segundo orden, mal conocidos y mal estudiados, y peor atendidos por supuesto. No dejaban de figurar escritos en nuestras constituciones, pero sólo era en clase de pormenores y detalles destinados a hermosear el conjunto.

Bajo ese espíritu de reserva, de prevención y de temor hacia Europa, y de olvido y abandono de los medios de mejoramiento por la acción de los intereses económicos, diéronse las constituciones contemporáneas de San Martín, de Bolívar y O’Higgins, sus inspiradores ilustres, repetidas más tarde casi textualmente y sin bastante criterio por las constituciones ulteriores, que aún subsisten.

Contribuía a colocarnos en ese camino el ejemplo de las dos grandes revoluciones, que servían de modelo a la nuestra: la Revolución francesa de 1789, y la revolución de los Estados Unidos contra Inglaterra. Indicaré el modo de su influjo para prevenir la imitación errónea de esos grandes modelos, a que todavía nos inclinamos los americanos del Sur. En su redacción nuestras constituciones imitaban las constituciones de la República Francesa y de la República de Norteamérica.

Veamos el resultado que esto producía en nuestros intereses económicos, es decir, en las cuestiones de comercio, de industria, de navegación, de inmigración, de que depende todo el porvenir de la América del Sur.

El ejemplo de la Revolución francesa nos comunicaba su nulidad reconocida en materias económicas. Sabido es que la Revolución francesa, que sirvió a todas las libertades, desconoció y persiguió la libertad de comercio. La convención hizo de las aduanas una arma de guerra, dirigida especialmente contra Inglaterra, esterilizando de ese modo la excelente medida de la supresión de las aduanas provinciales, decretada por la Asamblea nacional. Napoleón acabó de echar a Francia en esa vía por el bloqueo continental, que se convirtió en base del régimen industrial y comercial de Francia y de Europa durante la vida del imperio. Por resultado de ese sistema, la industria europea se acostumbró a vivir de protección, de tarifas y prohibiciones.

Los Estados Unidos no eran de mejor ejemplo para nosotros en política exterior y en materias económicas, aunque esto parezca extraño.

Una de las grandes miras constitucionales de la «Unión» del Norte era la defensa del país contra los extranjeros, que allí rodeaban por el Norte y Sur a la república naciente, poseyendo en América más territorio que el suyo, y profesando el principio monárquico como sistema de gobierno. España, Inglaterra, Francia, Rusia y casi todas las naciones europeas tenían vastos territorios alrededor de la confederación naciente. Era tan justo, pues, que tratase de garantirse contra el regreso practicable de los extranjeros a quienes venció sin arrojar de América como hoy sería inmotivado ese temor de parte de los Estados de Sudamérica que ningún gobierno europeo tiene a su inmediación.

Desmembración de un Estado marítimo y fabril, los Estados Unidos tenían la aptitud y los medios de ser una y otra cosa, y les convenía la adopción de una política destinada a proteger su industria y su marina, contra la concurrencia exterior, por medio de exclusiones y tarifas. Pero nosotros no tenemos fábricas, ni marina, en cuyo obsequio debamos restringir con prohibiciones y reglamentos la industria y la marina extranjeras, que nos buscan por el vehículo del comercio.

Por otra parte, cuando Washington y Jefferson aconsejaban a los Estados Unidos una política exterior de abstención y de reserva para con los poderes políticos de Europa, era cuando daba principio la Revolución francesa y la terrible conmoción de toda Europa, a fines del último siglo, en cuyo sentido esos hombres célebres daban un excelente consejo a su país, apartándole de ligas políticas con países que ardían en el fuego de una lucha sin relación con los intereses americanos. Ellos hablaban de relaciones políticas, no de tratados y convenciones de comercio. Y aun en este último sentido, los Estados Unidos, poseedores de una marina y de industria fabril, podían dispensarse de ligas estrechas con la Europa marítima y fabricante. Pero la América del Sur desconoce completamente la especialidad de su situación y circunstancias, cuando invoca para sí el ejemplo de la política exterior que Washington aconsejaba a su país, en tiempo y bajo tan circunstancias tan diversas. La América del Norte por el liberalismo de su sistema colonial siempre atrajo pobladores a su suelo en gran cantidad, aun antes de la independencia; pero nosotros, herederos de un sistema tan esencialmente exclusivo, necesitamos de una política fuertemente estimulante en lo exterior.

Todo ha cambiado en esta época: la repetición del sistema que convino en tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo serviría para llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza.

Esto es sin embargo lo que ofrece el cuadro constitucional de la América del Sur: y para hacer más práctica la verdad de esta observación de tanta trascendencia en nuestros destinos, voy a examinar particularmente las más conocidas constituciones ensayadas o vigentes de Sudamérica, en aquellas disposiciones que se relacionan a la cuestión de población, v. g., por la naturalizacióny el domicilio; a nuestra educación oficial y a nues- tras mejoras municipales, por la admisión de extranjeros a los empleos secundarios; a la inmigración, por la materia religiosa; al comercio, por las reglas de nuestra política comercial exterior; y al progreso, por las garantías de reformas.

Empezaré por las de mi país para dar una prueba de que me guía en esta crítica una imparcialidad completa.

III Constituciones ensayadas en la República Argentina

La Constitución de la República Argentina, dada en 1826, más espectable por los acontecimientos ruidosos que originó su discusión y sanción, que por su mérito real, es un antecedente que de buena fe debe ser abandonado por su falta de armonía con las necesidades modernas del progreso argentino.

Es casi una literal reproducción de la Constitución que se dio en 1819, cuando los españoles poseían todavía la mitad de esta América del Sur. «No rehúsa confesar (decía la comisión que redactó el proyecto de 1826), no rehúsa confesar que no ha hecho más que perfeccionar la Constitución de 1819.» Fue dada esta Constitución de 1819 por el mismo Congreso que dos años antes acababa de declarar la independencia de la República Argentina de España y de todo otro poder extranjero. Todavía el 31 de octubre de 1818 ese mismo Congreso daba una ley prohibiendo que los españoles europeos sin carta de ciudadanía pudiesen ser nombrados colegas ni árbitros juris. Él aplicaba a los españoles el mismo sistema que éstos habían creado para los otros extranjeros. El Congreso de 1819 tenía por misión romper con Europa en vez de atraerla; y era ésa la ley capital de que estaba preocupado. Su política exterior se encerraba toda en la mira de constituir la independencia de la nueva república, alejando todo peligro de volver a caer en manos de esa Europa, todavía en armas y en posesión de una parte de este suelo.

Ninguna nación de Europa había reconocido todavía la independencia de estas repúblicas.

¿Cómo podía esperarse en tales circunstancias, que el Congreso de 1819 y su obra se penetrasen de las necesidades actuales, que constituyen la vida de estos nuevos Estados, al abrigo hoy día de todo peligro exterior?

Tal fue el modelo confesado de la Constitución de 1826. Veamos si ésta, al rectificar aquel trabajo, lo tocó en los puntos que tanto interesan a las necesidades de la época presente. Veamos con qué miras se concibió el régimen de política exterior contenido en la Constitución de 1826. No olvidemos que la política y gobierno exteriores son la política y el gobierno de regeneración y progreso de estos países, que deberán a la acción externa su vida venidera, como le deben toda su existencia anterior.

«Los dos altos fines de toda asociación política, decía la comisión que redactó el proyecto de 1826, son la seguridady la libertad.»

Se ve, pues, que el Congreso argentino de 1826 estaba todavía en el terreno de la primera época constitucional. La independencia y la libertad eran para él los dos grandes fines de la asociación. El progreso material, la población, la riqueza, los intereses económicos, que hoy son todo, eran cosas secundarias para los legisladores constituyentes de 1826. Así la Constitución daba la ciudadanía (art. 4) a los extranjeros que han combatido o combatiesen en los ejércitos de mar y tierra de la república. Eran sus textuales palabras, que ni siquiera distinguían la guerra civil de la nacional. La ocupación de la guerra, aciaga a estos países desolados por el abuso de ella, era título para obtener ciudadanía sin residencia; y el extranjero benemérito a la industria y al comercio, que había importado capitales, máquinas, nuevos procederes industriales, no era ciudadano a pesar de esto, si no se había ocupado en derramar sangre argentina o extranjera. En ese punto la Constitución de 1826 repetía rutinariamente una disposición de la de 1819, que era expresión de una necesidad del país, en la época de su grande y difícil guerra contra la corona de España.

La Constitución de 1826, tan reservada y parsimoniosa en sus condiciones para la adquisición de nuevos ciudadanos, era pródiga en facilidades para perder los existentes. Hacía cesar los derechos de ciudadanía, entre muchas otras causas, por la admisión de empleos, distinciones o títulos de otra nación. Esa disposición copiada, sin bastante examen, de constituciones europeas, es perniciosa para las repúblicas de Sudamérica, que, obedeciendo a sus antecedentes de comunidad, deben propender a formar una especie de asociación de familias hermanas. Naciones en formación, como las nuestras, no deben tener exigencias que pertenecen a otras ya formadas; no deben decir al poblador que viene de fuera: Si no me pertenecéis del todo, no me pertenecéis de ningún modo. Es preciso conceder la ciudadanía, sin exigir el abandono absoluto de la originaria. Pueblos desiertos, que se hallan en el caso de mendigar población, no deben exigir ese sacrificio, más difícil para el que le hace que útil para el que le recibe.

La Constitución unitaria de 1826, copia confesada de una Constitución del tiempo de la guerra de la independencia, carecía igualmente de garantías de progreso. Ninguna seguridad, ninguna prenda daba de reformas fecundas para lo futuro. Podía haber sido como la Constitución de Chile, v. g., que hace de la educación pública (artículo 153) una atención preferente del gobierno, y promete solemnemente para un término inmediato (disposiciones transitorias) el arreglo electoral, el código administrativo interior, el de administración de justicia, el de la guardia nacional, el arreglo de la instrucción pública. La Constitución de California (art. 9) hace de la educación pública un punto capital de la organización del Estado. Esa alta prudencia, esa profunda provisión, consignada en las leyes fundamentales del país, fue desconocida en la Constitución de 1826, por la razón que hemos señalado ya.

Ella no garantizaba por una disposición especial y terminante la libertad de la industria y del trabajo, esa libertad que Inglaterra había exigido como principal condición en su tratado con la República Argentina, celebrado dos años antes. Esa garantía no falta, por supuesto, en las constituciones de Chile y Montevideo.

No garantizaba bastantemente la propiedad, pues en los casos de expropiación por causa de utilidad pública (art. 176) no establecía que la compensación fuese previa, y que la pública utilidad y la necesidad de la expropiación fuesen calificadas por ley especial. Ese descubierto dejado a la propiedad afectaba el progreso del país, porque ella es el aliciente más activo para estimular su población.

Tampoco garantizaba la inviolabilidad de la posta, de la correspondencia epistolar, de los libros de comercio y papeles privados por una disposición especial y terminante.

Y, lo que es más notable, no garantizaba el derecho y la libertad de locomoción y tránsito, de entrar y salir del país.

Se ve que en cada una de esas omisiones, la ruidosa Constitución desatendía las necesidades económicas de la república, de cuya satisfacción depende todo su porvenir.

Dos causas concurrían a eso: 1, la imitación, la falta de originalidad, es decir, de estudio y de observación; y 2, el estado de cosas de entonces.

La falta de originalidad en el proyecto (es decir, su falta de armonía con las necesidades del país) era confesada por los mismos legisladores. La comisión redactora, decía en su informe, no ha pretendido hacer una obra original. Ella habría sido extravagante desde que se hubiese alejado de lo que en esa materia está reconocido y admitido en las naciones más libres y más civilizadas. En materia de constituciones ya no puede crearse.

Estas palabras contenidas en el informe de la comisión redactora del proyecto sancionado sin alteración, dan toda la medida de la capacidad constitucional del Congreso de ese tiempo.

El Congreso hizo mal en no aspirar a la originalidad. La Constitución que no es original es mala, porque debiendo ser la expresión de una combinación especial de hechos, de hombres y de cosas, debe ofrecer esencialmente la originalidad que afecte esa combinación en el país que ha de constituirse. Lejos de ser extravagante la Constitución argentina, que se desemejare de las constituciones de los países más libres y más civilizados, habría la mayor extravagancia en pretender regir una población pequeña malísimamente preparada para cualquier gobierno constitucional, por el sistema que prevalece en Estados Unidos o en Inglaterra, que son los países más civilizados y más libres.

La originalidad constitucional es la única a que se pueda aspirar sin inmodestia ni pretensión: ella no es como la originalidad en las bellas artes. No consiste en una novedad superior a todas las perfecciones conocidas, sino en la idoneidad para el caso especial en que deba tener aplicación. En este sentido, la originalidad en materia de asociación política es tan fácil y sencilla como en los convenios privados de asociación comercial o civil.

Por otra parte, el estado de cosas de 1826 era causa de que aquel Congreso colocase la seguridadcomo el primero de los fines de la Constitución.

El país estaba en guerra con el Imperio del Brasil, y bajo el influjo de esa situación se buscaba en el régimen exterior más bien seguridad que franquicia. «La seguridad exterior llama toda nuestra atención y cuidado hacia un gobierno vecino, monárquico y poderoso», decía en su informe la comisión redactora del proyecto sancionado. Así la Constitución empezaba ratificando la independencia declarada ya por actos especiales y solemnes. Rivadavia mismo, al tomar posesión de la presidencia bajo cuyo influjo debía darse la Constitución, se expresaba de este modo: «Hay otro medio (entre los de arribar a la Constitución) que es otra necesidad, y no puede decirse por desgracia, porque rivaliza con esa desgracia una fortuna; ella es del momento, y por lo mismo urge con preferencia a todo... Esta necesidad es la de una victoria. La guerra en que tan justa como noblemente se halla empeñada esta nación, etc.».

Cuando se teme del exterior, es imposible organizar las relaciones de fuera sobre las bases de la confianza y de una libertad completas.

Rivadavia mismo, a pesar de la luz de su inteligencia y de su buen corazón, no veía con despejo la cuestión constitucional en que inducía al país. Su programa era estrecho, a juzgar por sus propias palabras vertidas en la sesión del Congreso constituyente del 8 de febrero de 1826, al tomar posesión del cargo de presidente de la república. «Él (el presidente, decía) se halla ciertamente convencido de que tenéis medios de constituir el país que representáis y que para ello bastan dos bases: la una que introduzca y sostenga la subordinación recíproca de las personas, y la otra que concilie todos los intereses, y organice y active el movimiento de las cosas.» Precisando la segunda base, añadía lo siguiente: «Esta base es dar a todos los pueblos una cabeza, un punto capital que regle a todos y sobre el que todos se apoyen... al efecto es preciso que todo lo que forme la capital, sea exclusivamente nacional». «El presidente debe advertiros (decía a los diputados constituyentes) de que si vuestro saber y vuestro patriotismo sancionan estas dos bases, la obra está hecha; todo lo demás es reglamentario, y con el establecimiento de ellas habréis dado una Constitución a la nación.»

Tal era la capacidad que dominaba la cuestión constitucional, y no eran más competentes sus colaboradores.

Un eclesiástico, el señor deán Funes, había sido el redactor de la Constitución de 1819; y otros de su clase, como el canónigo don Valentín Gómez y el clérigo don Julián Segundo Agüero, ministro de la presidencia entonces, influyeron de un modo decisivo en la redacción de la Constitución de 1826. El deán Funes traía con el prestigio de su talento y de sus obras conocidas al Congreso de 1826, de que era miembro, los recuerdos y las inspiraciones del Congreso que declaró y constituyó la independencia, al cual había pertenecido también. Muchos otros diputados se hallaban en el mismo caso. El clero argentino, que contribuyó con su patriotismo y sus luces de un modo tan poderoso al éxito de la cuestión política de la independencia, no tenía ni podía tener, por su educación recibida en los seminarios del tiempo colonial, la inspiración y la vocación de los intereses económicos, que son los intereses vitales de esta América, y la aptitud de constituir convenientemente una república esencialmente comercial y pastora como la Confederación Argentina. La patria debe mucho a sus nobles corazones y espíritus altamente cultivados en ciencias morales; pero más deberá en lo futuro, en materias económicas, a simples comerciantes y a economistas prácticos, salidos del terreno de los negocios.

No he hablado aquí de la Constitución de 1826, sino de un modo general, y señaladamente sobre el sistema exterior, por su influjo en los intereses de población, inmigración y comercio exterior.

En otro lugar de este libro tocaré otros puntos capitales de la Constitución de entonces, con el fin de evitar su imitación.

Abstracto del libro Argentina (1852):
Bases y puntos de partida para la organización política de la republica argentina,
de Juan Bautista Alberdi,

Libro publicado por Linkgua, © 2006,
disponible en línea, ISBN: 84-933439-0-0

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